Si me hubieran dicho en mi niñez o en mi adolescencia que me habría de gustar la poesía habría pensado que querían tomarme el pelo. Claro que sabía algunos poemas que me habían hecho memorizar, sobre todo fábulas de Iriarte y Samaniego, pero nada que me llevara desde el ritmo machacón de los romances o del soneto encargado por Violante a los ojos claros y la palabra alada de Erato.
Leer, claro está, era un vicio con el que poblaba mi imaginación de altos excesos de un yo infantil siempre héroe y triunfante. Pero escribir algo más que redacciones para clase no lo hice hasta que me medio obligaron a confeccionar un artículo en la revista final de curso del Colegio, más por la fama de mi probada buena ortografía que por la posible calidad de mis ocurrencias. Y hasta, quizás, según pensé más tarde, por los posibles encantos que mi aniñada anatomía suscitaba en las reprimidas (¡ay! aquellos castrantes colegios unisexo...) fantasías homoeróticas del compañero encargado de reunir artículos (cuatro cursos superior al mío). Sin embargo, tras múltiples correcciones y acercamientos que no me hicieron mella –ignorancia más que virtud- salió un artículo sobre, nada menos, que la poesía de Fr. Luis de León y la promesa de mi colaboración en un boletín mensual que se intentaba crear.
Como tantas otras cosas que la vida inclemente y tozuda nos depara, el abismo que me separaba de otros compañeros capaces de versificar o, incluso, de hacer buenos poemas se vio medianamente salvado en mi ya avanzada juventud por tres extraños impactos provocados por otras tantas, no menos extrañas, heridas que, como a Miguel Hernández, me dejaron con la boca sedienta de palabras profundas y metáforas.
Y así la poesía se me llegó de la mano de
tres heridas:
La de la vida:
Ya sabéis. Esas crisis que sobrevienen sin permiso a finales de los veintes con las preguntas de rigor: ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Cómo?... acompañadas de depresiones y luchas por la toma consciente de posturas... ¿Qué os voy a decir que la mayoría de vosotros no sepáis? Pues eso. No puedes dormir, te sientes sin fuerzas para decir nada coherente a los alumnos que al día siguiente te esperarán en clase. Y escribes, más que nada para no rendirte, versos arrancados al dolor más que a la sana inspiración poética:
“Las doce en el reloj y estás sobrando...
Llamarías sin dudas a tu muerte...”
La del amor:
¿Cómo no? Un grupo de amigos, confidencias, buenos ratos y proyectos en común. Ves a una buena amiga preocupada y le preguntas: “¿Problemas?”. “Sí” –te responde. “Vamos, anda. Cuéntamelo”. Y ella, mientras tú preparas internamente el discurso que la habría de acercar al chico con el que jurarías que estaba saliendo, te suelta de golpe: “Me he enamorado de ti”... Y luego lo de siempre: “Déjame pensarlo. Y cómo se lo dices tú a él y yo a la otra. Y ya sabes que me marcho a Málaga y...” Pero ya conocéis la contumacia de las heridas de esa calaña. Esas melancólicas tardes por el paseo marítimo con los ojos perdidos en la distancia. O esas noches solitarias en tu silencioso apartamento... Carta diaria desde lejos ya como poemas:
“Mi querida Pilar:
Acaba el mes de mayo.
Pienso que debe haber
una escondida fibra,
pequeña catapulta,
que nos lanza hacia arriba
por encima de cosas que aquí ocurren...”
Y
la de la muerte:
Te mira hasta lo más profundo y te dice: “Es cáncer. Me han dado seis meses de vida. Dejaré algo escrito. Cuando muera pídeselo a mi mujer y léelo”. Y tú, que creías que conocías todos los nudos de garganta y todos los gritos de protesta, no sabes qué decir y le abrazas y le dices: “No es justo. Los treinta años no son una edad para morir”. Pero muere, tú lees lo que escribió los últimos meses de su vida y sabes ya que no hay palabras mientras escuchas llorando la marcha fúnebre de la 3ª de Beethoven. Lees de un tirón a Lorca y escribes:
“...El ángel de los puñales
llena de plomo sus cejas,
cristal menudo en sus ojos
baña celestes laderas.
Y es que en la bruma de abajo,
entre alas de tinieblas,
ya aletea entre las sombras
la sombra de muerte negra...”
Y aprendes que hay cosas que sólo pueden decirse con poemas. Y sientes que la poesía toma tus tres heridas y las convierte en otra, única, de la que ya no quieres sanar. Y ya así en silencio hasta hoy...
que os lo cuento a vosotros.
Casi también como en silencio.