15.8.06

Pausa con inciso contra la excesiva seriedad

“Normalmente” –me dijo- “cobro 7000 pesetas por apartamento y mes, pero tengo uno que podría dejarte por 3000”.
Me explicó que la razón de ello estribaba en que no tenía vistas al mar y que tenía muchas cucarachas.
Yo no lo dudé ya que lo de las vistas al mar lo podía suplir saliendo a la parte de fuera y lo de las cucarachas, por muy desagradable que pudiera resultar, tendría más fácil solución que afrontar un alquiler más alto con un sueldo que no llegaba a las 10.000 pesetas mensuales.
Así que aquella misma tarde dejé la pensión donde momentáneamente me alojaba y me trasladé con mis escasas pertenencias al referido apartamento. Era la parte baja de una previa diminuta vivienda de dos plantas que el propietario había dividido para poder alquilar por separado cada una de ellas.
Acostumbrado durante mucho tiempo a una acumulación de ocho hermanos en la vivienda familiar, aquello se me antojó poco menos que un palacio: un minúsculo dormitorio, un cuarto de baño de juguete y un espacio brevísimo a modo de salón y cocina. Todo limpio y tan ordenado como el vacío impone.
Primer problema. Tenía que buscar algo para cenar dentro de mi absoluta ignorancia de los quehaceres domésticos que siempre habían estado a cargo de esos entes misteriosos que, como los ángeles y las madres, cuidan de los que ingenuamente siempre se han creído que todo eso es algo llovido del cielo. Es curioso lo indefenso que se siente uno cuando, a pesar de saber resolver una ecuación diferencial y de leer a Homero en griego, no tiene la menor idea de saber hacer ni siquiera una tortilla.
Para las comidas ya había detectado un bar donde, por unas 50 pesetas podía tomar algún tipo de plato combinado y un restaurante de comidas económicas donde existía un menú turístico de 60 pesetas. Pero para las cenas no era cuestión de desplazarse un par de kilómetros y de gastarse más de lo necesario.
Localicé una pequeña tienda de alimentación y una carnicería. En la primera expliqué al dueño mi situación de principiante amo de casa y él me recomendó empezar llevándome unos huevos, una botella de aceite y un kilo de patatas para prepararme una tortilla con patatas fritas. En la carnicería le pedí a una amable señora que estaba antes que yo que pidiera para mí algún tipo de filete barato para que yo supiera cómo pedirlo en lo sucesivo. Su maternal disposición a ayudarme fue entonces como una tabla en medio de un naufragio.
Volví con el orgullo de mi botín gastronómico y la humillación del convencimiento de mi absoluta inutilidad como ciudadano capaz de valerse por sí mismo.
No me detendré en el desastre de mi primera tortilla que dejé chorreando aceite y muy distante de la forma que mi ignorancia había considerado como natural en un huevo batido abandonado en el fondo de una sartén. Tampoco insistiré en la desesperación de ver cómo la piel de las patatas se adhería pertinazmente a la forma irregular de tan inmanejables tubérculos ni a la extraña resistencia del cuchillo a adoptar una postura medianamente tangencial a su objetivo. El resultado fue de empate a dos cortes en mis dedos y dos patatas desmenuzadas en tiras de las más variadas formas y grosores.
Agotado por el esfuerzo, dolido en mi amor propio y engrasado como un motor refrigerado en aceite me senté a leer mientras dejaba a mi organismo el trabajo de una laboriosa digestión...
De repente, observo una forma huidiza corretear alegremente por el suelo despejado del salón. ¡Una cucaracha rubia! ¿De dónde había salido? Teniendo en cuenta su cualidad de animales voladores, cerré el mísero ventanuco que ventilaba la cocina, manejé hábilmente la zapatilla y volví a mi lectura... por poco tiempo: un segundo insecto apareció de nuevo de la nada con parecido resultado al anterior. Cuando iba ya por cuatro ortópteros comprendí que aquello era más complicado de lo que había pensado y opté por una digna huida al dormitorio, bien cerrado tras una comprobación exhaustiva de la ausencia de bichos en esa zona.
La noche transcurrió sudorosa y sin pausas. El alba me sorprendió con la decisión de una declaración de guerra en toda regla a tan rastrera e inoportuna raza. Todavía antes de salir al trabajo tuve que combatir con algunos ejemplares que, para su perdición, osaron interrumpir mis agitadas reflexiones matutinas. Hacia las ocho emprendí mi largo desplazamiento hasta el Colegio donde se iba gestando el curso inminente. Allí amables compañeros me sugirieron el uso de una suerte de polvos contra cucarachas de probada eficacia en las más variadas circunstancias. Los adquirí y distribuí a mediodía por las esquinas y recovecos del salón-cocina. Tras la jornada de tarde en el Colegio contemplé con satisfacción en el apartamento una enorme cantidad de cadáveres dignamente abrazados a su pequeña muerte con el triple abrazo de sus aventureras patitas.
¿Para qué aburrir a quien me haga el honor de escuchar tan desigual batalla? Los meses pasaron a la par que ganaba en destreza culinaria y en habilidad doméstica y perdía en mi orgullo insecticida. El invierno malagueño con sus sorprendentemente altas temperaturas no pudo ni aletargar insecto alguno ni obligarme a poner ropa ninguna de abrigo, para desesperación de mis compañeros que se consideraban exagerada e inútilmente abrigados al lado de mi constante manga corta en acusador contraste con sus abrigos invernales (“Nos pones en ridículo” –me acusaban- “porque nosotros no tenemos más remedio que ponernos esta ropa de invierno en el único invierno que tenemos”).. .
Pero volvamos a la plaga de marras: el problema estaba en averiguar de dónde podría salir tal cantidad de bichos insolentes. Había investigado concienzudamente cualquier posible grieta, resquicio, recodo, pliegue o zona oscura tanto en suelos como en paredes y techos con el más negro de los resultados. Hasta que un día...
Leía como siempre en mi escueto y desvencijado sillón cuando ¡zas1 me cae una cucaracha sobre el libro que sostenía en mis manos. Miro arriba y...¡nada! Sigo y, al poco rato, una segunda aterriza en mi cabeza. Como si de un juego se tratara la broma se repitió a cortos intervalos hasta que cerré el libro y me perdí en la observación intensa de los pocos metros cuadrados del techo. Y entonces la vi. Unas antenas descaradas seguidas de una impertinente cabecita se asomaron por debajo de la tulipa de la que pendía la lámpara que me iluminaba. Tras una misteriosa dilación se dejó caer sobre mis aguas jurisdiccionales con el habitual resultado de su inmisericorde eliminación mientras ya otras antenas reemplazaban la baja de las anteriores.
Así resultó ser. Habitaban a sus anchas sobre las bovedillas del techo. Desmonté apresuradamente la lámpara y comprobé una grieta generosa que rodeaba la perforación de donde salían los cables de la instalación eléctrica empotrada. Acoplé a tal ranura un spray insecticida e insuflé una letal y generosa dosis dentro de la cavidad. Ahí fue el inicio de la gran victoria tras una increíble deserción de cientos de derrotados insectos que bullían y trataban de escapar a su ya definitiva derrota. No insistiré en detalles de dudoso gusto referentes a la limpieza interminable de cadáveres de los odiosos serecillos alados ni la satisfacción de la victoria total debida a mi perseverancia. Una cuidadosa inyección de insecticida sellada con una esmerada aplicación de yeso acabó de una vez por todas con la plaga que ocupó durante meses mis más numerosos momentos de intimidad violentada.
Ha pasado ya mucho tiempo de aquello pero tengo que reconocer que la memoria me sorprende a veces con que un poderoso cariño ha vencido por completo la cierta desazón que tales recuerdos deberían suscitarme. La paz de la victoria lograda inundó ya el resto del curso y dejó amplió lugar a otras vivencias de más amables formas y de más profundas y duraderas huellas. Por lo menos las que hicieron que mis hijos hoy –insensibles a mis continuos intentos por convencerles de la belleza de las lenguas clásicas- me den cien vueltas en todo lo referente a labores culinarias.

(A pesar de todos mis esfuerzos me temo que no voy a poder conectarme a la Red hasta finales de mes. Dejaré colgada esta intranscendente bagatela sin otro propósito que ahuyentar ante quien pase cualquier sombra de tristeza que pudiera haber quedado tras mis escritos sobre el tiempo. Volveré –tras haberos echado mucho de menos- en cuanto me sea posible.)

11.8.06

El tiempo III

Por extraños atajos
la mano cíclica del año
se enlaza a los recuerdos
y la rueda del tiempo se convierte
en el fuelle aplastado
de un acordeón dormido.
¿Por dónde el hilo rectilíneo
entre momentos tan distantes
dibuja la sinfín imagen
en el centro de espejos paralelos?
Y entonces sientes cómo cuelga
tu vida del alero de ese puente tendido
entre orillas distantes tan cercanas ahora
e ignoras si ha valido la pena
transitar metro a metro esa distancia.
Acaso con el paso de los años
tu vida se reduzca a un papel arrugado
que cabe en una mano,
a una mera pelota gris
de la que sólo ves
la falsa superficie de instantes colindantes
entre una parda sensación de arrugas
perdidas hacia el centro.
Quizás al fin tu vida sea
una zancada sola, un pestañeo
entre dos puntos misteriosos
anclados en la nada.
No merece la pena el llanto sólo
también existe el gran consuelo
de no haberte pillado por sorpresa.

7.8.06

El tiempo II

De cuantas sensaciones y buenos recuerdos me trae mi temprana emancipación familiar ocupan lugar preeminente las relacionadas con un pequeño apartamento que alquilé en Málaga con esa miopía -casi ceguera- juvenil que compensa las deficiencias con ilusiones y la ignorancia con atrevimiento.
En otro momento más propicio contaré en clave de humor anécdotas que acompañaron aquellos momentos de vértigo de estrenada y capciosa libertad. Hoy quería referirme sólo a un aspecto que marcó desde entonces mi concepción del paso del tiempo.
Aislado del resto de los apartamentos y con ese sabor extraño que tienen los apartamentos cuando se vacían tras el fogoso verano, las tardes otoñales desembocaban en noches de nostalgia solitaria donde el silencio (¡cómo lo añoro ahora!) pesaba severamente sobre la soledad impuesta. No tenía ni radio ni televisión ni equipo de música. Solamente el libro que sacaba a diario de la biblioteca del Colegio donde daba clase. Leía hasta que el sueño me iba rindiendo poco a poco.
La verdad es que nunca necesité despertador y las cinco de la mañana parecían tener una mano oculta que abría suavemente mis ojos a diario. Pero, habida cuenta de que no era cuestión de arriesgarse a llegar tarde a clase, se me ocurrió desde mi penuria económica rescatar de un cajón polvoriento un reloj de cuco que encontré abandonado por allí. Lo limpié y aceité con esmero y comprobé que funcionaba perfectamente. Era como un juguete -el cuco un mero adorno- y no tenía campanas para las horas, pero su sistema de pesa única impulsaba poderosamente su maquinaria sin titubeos ni dilaciones.
El confeccionar un despertador con ese armatoste resultó sencillo. Era cuestión de subir la pesa hasta arriba del todo cada día a las diez de la noche y –tras concienzuda observación- señalar la altura a que llegaba a las cinco de la mañana. A esa altura y en precario equilibrio había colocado una lata que caía estrepitosamente al suelo a las cinco y cuarto aproximadamente. Naturalmente bastaba el miedo al estruendo de tal artilugio para hacerme saltar de la cama antes de que ocurriera.
Los relojes de cuarzo de hoy día han olvidado ya la tenacidad del tic-tac del escape de áncora de los relojes antiguos. Pero no resulta difícil imaginarse ese golpeteo rítmico en medio del silencio de un apartamento-estudio de muy pocos metros cuadrados. Cuantas veces lo he referido a quien amablemente quiso escucharme obtuve como comentario la extrañeza o la incomprensión ante mi aceptación de tan peculiar soniquete como terca compañía. Lo cierto es que aquel sonido se me hizo ineludible y hasta imprescindible. Con su cadencia de fondo contaba inconscientemente el espacio de la tarde, de la noche, de las líneas de la carta diaria a mi amor distante, de los días que quedaban hasta que el tren del fin de semana me llevaba al abrazo dolorosamente deseado, de los meses que me separaban del final de curso...
Aquel reloj me marcó. Me gusta pensar que quizás aún después de más de treinta años alguien lo conserve. La juventud de entonces se me venía medida en compactos intervalos de rápido tic-tac. La acechante vejez de ahora late en pulsos espaciadísimos de días o años. En todo caso el tiempo, sin embargo –quizás ya desde aquello- siempre me ha sido amable y va desgranando sus cuentas sin ira ni disimulos mientras cumple su misión de recordarme no sólo que nuestros dos destinos van unidos y mi ausencia marcará su fin (como su fin mi ausencia) sino que tras cada recodo de su latente y silencioso tic-tac acecha la ternura de sorpresas y fieles compañías.
La vuestra, por ejemplo, tan cálida y amable, que a diario escruto y a la que avara y curiosamente me asomo mientras el tiempo, comprensivo, me deja con su silencio su íntima convicción de que algunos instantes deben ser eternos y de que seguramente la vida perdona en ellos la forzada prisa que algunos quieren imponernos.

4.8.06

El tiempo

Sentí el tiempo pasar. Lo siento siempre.
Y es como si doliera, el muy felino,
por esa costumbre suya
de caminar con uñas preparadas
para saltar sobre su infausta presa.
Con lo bien que estaría calladito
como es, por otra parte, la costumbre
de cualquier cazador digno del nombre.
Hasta en sueños lo noto transcurrir
sabiendo de su táctica de dejar que descanse
para poder mirarnos luego al alba
y proseguir la caza.
Sólo cuando consiga darme alcance
se detendrá sobre mi cuerpo inerte,
libre al fin para siempre de sus garras.

2.8.06

Mirar por la ventana

Donde la mayoría veían en J.P. a un excéntrico personaje o a un redomado caradura yo siempre vi a un soñador inteligente y a un buen poeta. Mientras los demás se reían de sus salidas en clase cuando, convocado por el profesor para decir la lección, confesaba su ignorancia porque no había tenido más remedio que estar dos horas mirando por la ventana yo siempre creí que hablaba muy en serio y manifestaba una visión peculiar y valiosa de la vida.
Descubrí luego varias veces su profunda humanidad junto a su propensión a ver la vida como una greguería universal donde los hechos hablaban signos para iniciados. Así una vez que le pedí su valiosa opinión de aficionado a la buena música sobre la calidad de un preamplificador para discos (de vinilo, naturalmente) que acababa de montar. Me pidió que le pusiera la tercera sinfonía de Brahms que tenía yo por allí a mano, se puso unos buenos cascos y se quedó silencioso un rato escuchando. Al cabo de ese rato se quitó los cascos, levantó cuidadosamente la aguja del disco y me dijo con total seriedad: “Es el primer equipo que escucho en el que se puede escuchar la brisa que atraviesa las espirales de los microsurcos”. Me quedé pensando lo que querría decir hasta que me di cuenta de que no había activado la atenuación de agudos.
La vida, esa tozuda muñidora de despedidas, nos separó pronto tras acabar los estudios, pero yo siempre he aceptado, igual que él, como símbolo de eficacia introspectiva el mirar por la ventana. Todavía a ratos, con un libro en las manos a modo de disculpa y de rendida compañía, aún a riesgo de que me pregunten si me encuentro bien, me gusta colocarme en una estudiada posición para mirar a través de la ventana.
Puedo pasar horas así en silencio viendo pasar gente, volar pájaros, deshacerse nubes, agitarse ramas... mientras palabras o músicas me revolotean por la mente con la insistencia y la levedad de una corriente de aire fresco. A veces me vienen ideas como ahora mientras escribo esto (Tomo papel aparte, escribo y elaboro):

Escaso se ha posado,
como copo de nieve,
un leve pensamiento, un ardor
más liviano que el aire que lo lleva.
Y no puedes tocarlo, bien lo sabes.
El misterioso y cándido mensaje
que le late por dentro
se ha de alzar solamente
cuando resuelva en eco su caída
desde las cálidas paredes de tus ojos
al fondo de tu alma.
El ínfimo rumor que se levanta
acaso ha de tocar, si bien lo escuchas,
la fibra de blancura
que escondes, tan dormida, en tus entrañas.


Y es que con frecuencia no es posible comprender lo que nos rodea sin enmarcarlo, sin acotar una zona que se aísla del resto para poder hacerla nuestra como una señal que parte del exterior hacia nosotros y nos susurra su mensaje. La ventana se convierte entonces en el lazo de unión que nos hace parte del mundo en que vivimos con la humildad de la parte exigua que nos es dado comprender.
Con el paso de los años voy sin darme cuenta prescindiendo de ventanas porque ya mis ojos han adoptado su forma cuando miro y tomo una ligera porción de paisaje para desmigarlo en pequeñas nubes húmedas con que mojar el alma.
Y ya, cada vez más a menudo, el recuerdo o la ilusión se turnan en la fiesta propia de saludar la grandeza de la vida ajena que pasa sonora y discreta ante mis ojos.