Pausa con inciso contra la excesiva seriedad
Me explicó que la razón de ello estribaba en que no tenía vistas al mar y que tenía muchas cucarachas.
Yo no lo dudé ya que lo de las vistas al mar lo podía suplir saliendo a la parte de fuera y lo de las cucarachas, por muy desagradable que pudiera resultar, tendría más fácil solución que afrontar un alquiler más alto con un sueldo que no llegaba a las 10.000 pesetas mensuales.
Así que aquella misma tarde dejé la pensión donde momentáneamente me alojaba y me trasladé con mis escasas pertenencias al referido apartamento. Era la parte baja de una previa diminuta vivienda de dos plantas que el propietario había dividido para poder alquilar por separado cada una de ellas.
Acostumbrado durante mucho tiempo a una acumulación de ocho hermanos en la vivienda familiar, aquello se me antojó poco menos que un palacio: un minúsculo dormitorio, un cuarto de baño de juguete y un espacio brevísimo a modo de salón y cocina. Todo limpio y tan ordenado como el vacío impone.
Primer problema. Tenía que buscar algo para cenar dentro de mi absoluta ignorancia de los quehaceres domésticos que siempre habían estado a cargo de esos entes misteriosos que, como los ángeles y las madres, cuidan de los que ingenuamente siempre se han creído que todo eso es algo llovido del cielo. Es curioso lo indefenso que se siente uno cuando, a pesar de saber resolver una ecuación diferencial y de leer a Homero en griego, no tiene la menor idea de saber hacer ni siquiera una tortilla.
Para las comidas ya había detectado un bar donde, por unas 50 pesetas podía tomar algún tipo de plato combinado y un restaurante de comidas económicas donde existía un menú turístico de 60 pesetas. Pero para las cenas no era cuestión de desplazarse un par de kilómetros y de gastarse más de lo necesario.
Localicé una pequeña tienda de alimentación y una carnicería. En la primera expliqué al dueño mi situación de principiante amo de casa y él me recomendó empezar llevándome unos huevos, una botella de aceite y un kilo de patatas para prepararme una tortilla con patatas fritas. En la carnicería le pedí a una amable señora que estaba antes que yo que pidiera para mí algún tipo de filete barato para que yo supiera cómo pedirlo en lo sucesivo. Su maternal disposición a ayudarme fue entonces como una tabla en medio de un naufragio.
Volví con el orgullo de mi botín gastronómico y la humillación del convencimiento de mi absoluta inutilidad como ciudadano capaz de valerse por sí mismo.
No me detendré en el desastre de mi primera tortilla que dejé chorreando aceite y muy distante de la forma que mi ignorancia había considerado como natural en un huevo batido abandonado en el fondo de una sartén. Tampoco insistiré en la desesperación de ver cómo la piel de las patatas se adhería pertinazmente a la forma irregular de tan inmanejables tubérculos ni a la extraña resistencia del cuchillo a adoptar una postura medianamente tangencial a su objetivo. El resultado fue de empate a dos cortes en mis dedos y dos patatas desmenuzadas en tiras de las más variadas formas y grosores.
Agotado por el esfuerzo, dolido en mi amor propio y engrasado como un motor refrigerado en aceite me senté a leer mientras dejaba a mi organismo el trabajo de una laboriosa digestión...
De repente, observo una forma huidiza corretear alegremente por el suelo despejado del salón. ¡Una cucaracha rubia! ¿De dónde había salido? Teniendo en cuenta su cualidad de animales voladores, cerré el mísero ventanuco que ventilaba la cocina, manejé hábilmente la zapatilla y volví a mi lectura... por poco tiempo: un segundo insecto apareció de nuevo de la nada con parecido resultado al anterior. Cuando iba ya por cuatro ortópteros comprendí que aquello era más complicado de lo que había pensado y opté por una digna huida al dormitorio, bien cerrado tras una comprobación exhaustiva de la ausencia de bichos en esa zona.
La noche transcurrió sudorosa y sin pausas. El alba me sorprendió con la decisión de una declaración de guerra en toda regla a tan rastrera e inoportuna raza. Todavía antes de salir al trabajo tuve que combatir con algunos ejemplares que, para su perdición, osaron interrumpir mis agitadas reflexiones matutinas. Hacia las ocho emprendí mi largo desplazamiento hasta el Colegio donde se iba gestando el curso inminente. Allí amables compañeros me sugirieron el uso de una suerte de polvos contra cucarachas de probada eficacia en las más variadas circunstancias. Los adquirí y distribuí a mediodía por las esquinas y recovecos del salón-cocina. Tras la jornada de tarde en el Colegio contemplé con satisfacción en el apartamento una enorme cantidad de cadáveres dignamente abrazados a su pequeña muerte con el triple abrazo de sus aventureras patitas.
¿Para qué aburrir a quien me haga el honor de escuchar tan desigual batalla? Los meses pasaron a la par que ganaba en destreza culinaria y en habilidad doméstica y perdía en mi orgullo insecticida. El invierno malagueño con sus sorprendentemente altas temperaturas no pudo ni aletargar insecto alguno ni obligarme a poner ropa ninguna de abrigo, para desesperación de mis compañeros que se consideraban exagerada e inútilmente abrigados al lado de mi constante manga corta en acusador contraste con sus abrigos invernales (“Nos pones en ridículo” –me acusaban- “porque nosotros no tenemos más remedio que ponernos esta ropa de invierno en el único invierno que tenemos”).. .
Pero volvamos a la plaga de marras: el problema estaba en averiguar de dónde podría salir tal cantidad de bichos insolentes. Había investigado concienzudamente cualquier posible grieta, resquicio, recodo, pliegue o zona oscura tanto en suelos como en paredes y techos con el más negro de los resultados. Hasta que un día...
Leía como siempre en mi escueto y desvencijado sillón cuando ¡zas1 me cae una cucaracha sobre el libro que sostenía en mis manos. Miro arriba y...¡nada! Sigo y, al poco rato, una segunda aterriza en mi cabeza. Como si de un juego se tratara la broma se repitió a cortos intervalos hasta que cerré el libro y me perdí en la observación intensa de los pocos metros cuadrados del techo. Y entonces la vi. Unas antenas descaradas seguidas de una impertinente cabecita se asomaron por debajo de la tulipa de la que pendía la lámpara que me iluminaba. Tras una misteriosa dilación se dejó caer sobre mis aguas jurisdiccionales con el habitual resultado de su inmisericorde eliminación mientras ya otras antenas reemplazaban la baja de las anteriores.
Así resultó ser. Habitaban a sus anchas sobre las bovedillas del techo. Desmonté apresuradamente la lámpara y comprobé una grieta generosa que rodeaba la perforación de donde salían los cables de la instalación eléctrica empotrada. Acoplé a tal ranura un spray insecticida e insuflé una letal y generosa dosis dentro de la cavidad. Ahí fue el inicio de la gran victoria tras una increíble deserción de cientos de derrotados insectos que bullían y trataban de escapar a su ya definitiva derrota. No insistiré en detalles de dudoso gusto referentes a la limpieza interminable de cadáveres de los odiosos serecillos alados ni la satisfacción de la victoria total debida a mi perseverancia. Una cuidadosa inyección de insecticida sellada con una esmerada aplicación de yeso acabó de una vez por todas con la plaga que ocupó durante meses mis más numerosos momentos de intimidad violentada.
Ha pasado ya mucho tiempo de aquello pero tengo que reconocer que la memoria me sorprende a veces con que un poderoso cariño ha vencido por completo la cierta desazón que tales recuerdos deberían suscitarme. La paz de la victoria lograda inundó ya el resto del curso y dejó amplió lugar a otras vivencias de más amables formas y de más profundas y duraderas huellas. Por lo menos las que hicieron que mis hijos hoy –insensibles a mis continuos intentos por convencerles de la belleza de las lenguas clásicas- me den cien vueltas en todo lo referente a labores culinarias.
(A pesar de todos mis esfuerzos me temo que no voy a poder conectarme a la Red hasta finales de mes. Dejaré colgada esta intranscendente bagatela sin otro propósito que ahuyentar ante quien pase cualquier sombra de tristeza que pudiera haber quedado tras mis escritos sobre el tiempo. Volveré –tras haberos echado mucho de menos- en cuanto me sea posible.)