30.3.07

Vuelven

Tan lejos ya de la palabra
y apenas un reflejo en la distancia,
resisten a la muerte.
La vida no ha podido asimilar
su permanencia,
pero en un húmedo rincón del aire,
cuando la luz herida de la tarde
aletea su otoño carmesí,
vuelven como un recuerdo mal cerrado.
Sólo el impacto que una vez los trajo
al umbral de los ojos,
sólo el cálido instante de alguna confidencia,
sólo la luz que hirió por un momento
el ámbito glacial que nos cercaba
bastaron para hacerlos inmortales.
La terca resistencia de sus nombres
volverá cada vez más a menudo
cuando tú reconozcas
que estás apenas hecho de retales,
que todo se lo debes
al escaso poder de tus olvidos.

Tan lejos ya de la palabra
y sin embargo vivos, tan difíciles,
aun muertos, los amigos.

28.3.07

Paraboloides hiperbólicos

Si habláramos de amor yo te diría:
“¿Me dejas que te abrace?”
Y cuando ella en silencio consintiera
yo lo haría callada y fuertemente
hasta que me dijera que aprieto demasiado:
“Quizás sea la ropa”...

Y ya sin ropa
buscaríamos acortar distancias
rellenando oquedades, ajustando esquinas,
alisando, acoplando y enlazando.
Hasta que al fin un estremecimiento
señalara el final de nuestro esfuerzo.
Mas todavía nos preguntaríamos
por qué aún somos todavía dos.

Eso tiene el amor, seguir soñando
en que habrá un infinito agazapado
en donde a fuerza de estudiarnos
la distancia nos fuera aún más pequeña.
No es el llegar para empezar
sino el no llegar nunca y aún así
no dejar nunca de intentar hacerlo.


(Con un guiño a Lobachevski y otro a Carz)

26.3.07

¿Pasión por Machado?

Esa pregunta me hace Mnez en un comentario.

Veréis. Primero fue Manuel Machado. De todos los libros que mi padre guardaba en altísimas estanterías y que yo espiaba en busca de ese no se sabe qué que parecía destilarse por los secretos de los mayores tomé una vez un libro, encuadernado a mano, de pastas verdes y hojas amarronadas por el uso. Aparte de que tenía fecha de 1907 y una introducción de Unamuno, me llamó la atención que hubiera subrayados y anotaciones al margen y me dediqué a observar lo que a mi padre le había llamado la atención en aquel libro, seguramente hacía ya mucho tiempo.

Se trataba de poemas, asunto muy lejano a mis intereses de entonces, mucho más propicios a la investigación científica físicoquímica que a la poesía.

En el Colegio no eran infrecuentes los trabajos de memorización que se nos imponían como deberes para las clases de Lengua, siempre con machacones octosílabos de fábulas de Iriarte y Samaniego o los diez cañones por banda o sonoros versos de Rubén Darío y menos con sonetos a Violante o madrigales castos que aprendía sin demasiado esfuerzo. El famoso libro de Las mil mejores poesías de la Lengua Castellana era de uso obligado y todos sabíamos ya abrirlo (¡cómo se les habrían pasado a los enfermizos ojos de la censura de entonces!) incluso a tientas por las coplas del “Dí, panadera” (Después bido la manera/ como el señor rey pasaba/ pedos tan grandes tiraba/ que se oían en Talabera) o los versos de Espronceda (me gustan las queridas/ tendidas en los lechos/ sin chales en los pechos/ y flojo el cinturón…).

A pesar de todo hice un esfuerzo por meterme en aquel ámbito y observé subrayados, junto a unos versos que no me decían mucho pero que demostraban que mi padre tenía más sensibilidad de la que aparentaba (“Mi ideal es tenderme, sin ilusión ninguna… / de cuando en cuando un beso y un nombre de mujer,”), había otros que me gustaban (“Al destierro con doce de los suyos,/ -polvo, sudor y hierro- el Cid cabalga”).

Pasaron los años hasta que un callado profesor de Lengua que veía más que hablaba y sabía mucho más de lo que parecía hizo caso omiso de las manifestaciones de indiferencia al arte por parte de sus alumnos y dijo con su brevedad acostumbrada: “Si no saben qué leer lean La Codorniz, si no saben por qué música comenzar escuchen el concierto para violín de Mendelsohn y si no saben a qué poeta elegir empiecen por Machado”. Me intrigó aquello por el misterio de clandestinidad que parecía envolver a La Codorniz en aquella época pero mencioné que me gustaba “Castilla”, de Machado. Él, entonces, comentó escuetamente: “No. Manuel no. Me refiero a Antonio, el que dijo (Y aquí se le escapó un deje de emoción bajo su capa de sequedad): “Converso con el hombre que siempre va conmigo/ -quien habla solo espera hablar a Dios un día…;/ mi soliloquio es plática con ese buen amigo/ que me enseñó el secreto de la filantropía.”

No mucho tiempo después murió mi padre y yo acordé con mis hermanos que me quedaría -entre otros- con el volumen de las Poesías escogidas de Manuel Machado y un libro pequeño de la colección Crisol que apareció como perdido por detrás y también titulado Poesías escogidas pero esta vez, de Antonio Machado.

La vida me arrastró luego durante años sin pedirme demasiado permiso, pero al final acabé asentando mi trabajo y mi hogar por las cercanías de la calle dedicada en Madrid a Antonio Machado. A diario paso ante la escultura sin concesiones del turolense Pablo Serrano dedicada a él y a cuya inauguración asistí al lado de aquel inmenso Tierno Galván (vuelve, Tierno, vuelve ¿por qué te fuiste?) y palpé la emoción de su voz al hablar del poeta.

Los años han seguido pasando y ese librito de A. Machado, con mil heridas ya, me sigue a todas partes. Él alumbró los primeros pasos de mi secreta poesía y –completado ya con los poemas malditos para la dictadura- me dejaron clavadas sus últimas palabras en el exilio de Colliure en febrero de 1939: “Estos días azules y este sol de la infancia.”

Y es que –entre otras muchas cosas- le debo la fecunda y lúcida sensación de destierro en que la vida responsable a menudo nos sume.

Es entonces cuando uno siente que tiene que suscribir sus palabras:

“Y cuando llegue el día del último viaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar
me encontraréis a bordo, ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.”

(Ayer ya he podido comer algo y me encuentro bastante mejor. Gracias a todos)

21.3.07

Arder

Arder es un destino inevitable
cuando alguien acumula sustancias combustibles
en todas las esquinas de los ojos
y en todos los vacíos de las manos.
El odio y el amor son los primeros
pero también tenemos los deseos,
los arrepentimientos,
la inmensa sucesión de olvidos o recuerdos,
lo que debiéramos haber sabido
o lo que hemos sabido y no debiéramos.
Y a menudo también palabras como estas
con que alimento el fuego con que conjuro olvidos.

Mas si he de arder me pido
que quede todavía llama el día de mi marcha.
No me gustaría entonces
ser nada más cenizas.

19.3.07

Extraña dedicatoria

De tantos cuantos no saben que existo
anoto los que hubieran deseado
haberme conocido,
los que me hubiesen abrazado,
los que me hubiesen dicho que me aprecian,
los que hubiesen querido pasear a mi lado
contemplando en silencio
la sorpresa profunda de mirar
a idéntico confín del horizonte.
Aquí a ellos les dedico
mi inmensa gratitud por su existencia.

16.3.07

Ternura

Se acurrucó a mi lado
y la creí dormida tras sus ojos cerrados.
Pero al cabo de un rato, sin abrirlos,
me tomó con suavidad la mano
y la llevó a su pecho
haciendo un hueco cálido entre su piel y ropa.
Y no hubo más.
Solo silencio en transparente entrega:
la forma más precisa de ternura.

A menudo me viene ese recuerdo
cuando escribo palabras como manos
que trajeran las vuestras
hasta lo más profundo de mi pecho
para poder decir lo que ahora digo:
también otra manera
de entrega y de ternura.

14.3.07

El profesor (y cuarto)

Por fin, un día sucedió. A finales de mayo salí veloz como una centella por la ventana cerrada con una nostálgica tristeza en mi corazón. Por aquel entonces sabía ya que no era un bromista sino un soñador, que mis bromas eran en serio y que mi risa era el recurso tímido del bufón. Quienes no comprendieran su inmensa verdad sonreirían al menos por estar "ben trovato". Quería degustar la tristeza de mis recuerdos desde la sombra de una nube negra ingente. Un poema se me venía como una flor de un mundo añorado. Primero un verso:

"Dejé flotar un beso en mis entrañas..."

Rechacé la impertinente palabra "pestañas" que acudía como una pegajosa moscarda veraniega al pensamiento y pensé, sentí... mientras el latido rítmico de mi corazón se acoplaba al acento de la sexta y décima sílabas del endecasílabo y un tropel de palabras intentaba desvelar mi visión onírica desde arriba: sueño, pena, plomizo, solitario... río, océano, losa, interminable... estrellas que claman desde lo alto...

“Y yo, sin protección en mis oídos,
perdido en un encanto de sirena,
gemía contemplando desde arriba
el reflejo en la bruma de las piedras....

Sí, quedé atrapado en el asonante y el endecasílabo y ya no quería volver. ¿Cómo iba a explicar, hacer sentir que la pena es un eco de espacios vacíos y que las estrellas son un beso de los ojos de quienes nos miran...?
Acabé la poesía de memoria: ...

“Soñaré desde arriba mientras pueda
y, cuando ya no pueda, diré, fija
mi mirada en el rostro de la muerte:
Quédate los latidos de mi vida,
mas no te dejaré cuanto soñé,
sueño de madrugada desde arriba.”

Cuando volví, me costó entrar. Ya pasaba un minuto de la hora de salida al recreo y el profesor seguía, sordo y ciego a la lógica impaciencia de los alumnos, con un asunto acerca de un trabajo para el periódico mural en el que yo no sentía el más mínimo interés. Me encontraba tremendamente incómodo pero, haciendo un esfuerzo, dije: "Apuntad para mañana dos ejercicios sobre descomposición en factores primos". El profesor acabó lo del mural y repitió después lo dicho con mucho más convencimiento del que yo había podido transmitir. Luego salió a vigilar la tumultuosa salida de los alumnos al patio, mientras yo me sentía arrastrado tras él. Decididamente no había encajado bien esta vez en mi cuerpo. Algo así como si el zapato del pie derecho estuviera en el lado izquierdo o si hubiese metido la mano en un guante de cuatro dedos. Traté de acoplarme mejor, pero fue todo inútil. Mi cuerpo se sentía decididamente autónomo. Todos los ritmos vitales parecían pendulares. Un rato veía una cosa y algo después, otra. Encarna me pidió permiso para subir a clase, pero cuando quise contestar que sí, que subiera, el profesor le dijo que siguiera abajo. Pero, ¿no veía que era verdad que necesitaba subir? El profesor regañó a Alfonso con enfado, a pesar de que estaba claro que la culpa era de Alicia . Me fijé en lo bonito de la risa estruendosa de los niños jugando y lo bien que lo estaban pasando empujándose mientras el estúpido del profesor parecía no darse cuenta de nada y no paraba de decir a los niños que no gritaran. ¿No se daría cuenta de que el que más gritaba era él?
Tras el recreo decidí estar fuera la hora restante, pero no me fui lejos. Ni siquiera me atrajo la tentadora idea de extender el día de reflexión previo a todas las elecciones al trimestre anterior a ellas. Me quedé mirando al profesor desde fuera de la ventana con una extraña sensación de desagrado. Se alargaba insufriblemente en las explicaciones y su tono era totalmente artificial. No parecía fijarse en absoluto en la despreciable fealdad del número 25'015 y la imperdonable inutilidad de multiplicarlo por 7'21, aunque fuera con el pretexto de completar los ejercicios de la página 72.
De repente ya no pude más. Como en un arrebato de locura volví a mi cuerpo con el sigilo habitual y corté la explicación abruptamente. Un torrente de palabras acudió a mi boca y comencé: "¡Disculpad! Hay un grave error de base en lo que os estaba diciendo. Los números sólo sirven para contar las cosas que nos encontramos y no vamos a seguir adelante hasta que halléis números que signifiquen algo: la distancia entre la tierra y el cielo, el peso que nos impide volar, la diferencia entre el pobre y el rico..."
Pero nadie pareció reaccionar. Me paré a respirar y seguí oyendo la monótona voz del profesor: "Tres elevado a cero es uno. ¡No seas bruto!" Esperé algo más por si el desfase habitual hubiese ido en aumento, pero no oí las palabras que tan vehementemente había pronunciado. Volví a tomar la palabra y ordené: "¡Cerrad los libros! ¡Cerrad los ojos! Vamos a contar en silencio los pétalos que le quedan a una flor cuando nadie la mira. Vamos a surcar los aires para contar las estrellas que pueden reflejarse en una lágrima..."
Fue inútil. Ni siquiera tras cinco minutos de espera pude oír mis palabras. Me pareció escuchar algo acerca de las potencias de base negativa y exponente impar... y ya me callé invadido de una gran pena.
Poco ante de acabar las clases conseguí que el profesor mirara al mismo tiempo que yo a la sierra lejana y tarareamos juntos el "Va pensiero" mientras ese pensamiento lanzado sobre alas doradas para posarse ”sui clivi e sui colli” sonaba a triste despedida.
Luego salí otra vez, ya sin ningún cuidado, pero nadie pareció fijarse en mí. Ni siquiera me importó ver a Carlos escarbar un agujero en la mesa con la punta del compás para poner dentro el chicle que mascaba disimuladamente.

Ya no regresé. ¿Para qué? El profesor siguió con sus clases como siempre, incluso algunos alumnos decían que era buen profesor. ¿Qué sabrían ellos, los muy pelotas?

Algunas veces me asomaba a la ventana durante los últimos días del curso para ver el denodado esfuerzo del profesor por sembrar semillas incomprensibles en el agua y arar surcos en el aire que se habría de llevar el viento de un mundo reseco. No le odiaba. Sólo le compadecía. Fuera del Colegio parecía ser algo más razonable, pero no me fiaba demasiado.

Únicamente aprovechaba los ratos de la madrugada para volver con él un ratito y escuchar juntos música, leer poesía, escribir cualquier tontería o extasiarnos ante algún paisaje.
Él seguía creyendo con Machado que hablaba con el hombre que siempre iba con él.

Lo que no sabía era que el hombre era yo.

Quizás algún día se lo diga.

12.3.07

El Profesor (penúltimo)

Desde aquel momento, mi habilidad para evadirme era cada vez más depurada. Cada vez eran más audaces mis escapadas y más convincentes las actuaciones del profesor en mi ausencia. Ni siquiera Yolanda llegaba a sospechar nada cuando explicaba los movimientos de la corteza terrestre o los fundamentos de la tectónica de placas mientras yo preparaba un referendum sobre la conveniencia o no de trasladar la población marginal a los jardines de los grandes palacios, consulados y embajadas, en donde la exquisita vigilancia ya existente bastaría para impedir el tráfico de drogas y ls delincuencia.

La reverberación del sonido al volver iba en aumento. Era evidente que no guardaba proporción con la distancia de las paredes de la clase. Incluso un día lo propuse a mis alumnos como ejercicio cuando regresé de una escapada. No venía con buen sabor de boca, todo hay que decirlo. Había visto los efectos de un día en que todos los infractores de leyes, disposiciones, decretos, normas, etc. habían sido detenidos, juzgados y colocados en fila a las puertas del Penal de Soto del Real. La cola llegaba hasta la Puerta del Sol. De todos modos, me marché velozmente cuando me vi también allí por no haber declarado una retribución en especie y por haber aceptado el pago de tres reparaciones del coche sin I.V.A. En fin, aproveché esa salida "interrupta" para hacer el cálculo. ¡Lo que me temía! No era aceptable una reverberación superior a dos centésimas de segundo. La que yo percibía en mi voz era de casi una décima de segundo. Como todas las cosas que nos imponen decisiones molestas, me resistí a darle mayor importancia al hecho y seguí evadiéndome, inconsciente voluntario del peligro que me acechaba.

Llegada la primavera, mis escapadas eran casi rutinarias, de una perfección rayana en el virtuosismo. Con una rápida salida por la ventana abierta logré ver de un golpe el efecto sobre toda la Comunidad Autónoma de una versión de la guía telefónica al griego en versos hexámetros, del estupor causado por el cambio del himno nacional por el "Stabat Mater" de Penderecki y el éxito de ventas entre los profesores de un control remoto de volumen de la voz de los alumnos en los Colegios e Institutos. No tardé mucho en volver porque tenía que corregir las ecuaciones que había dejado haciendo a los de la fila de la derecha. Observé un emborronamiento de los bordes que nada parecía tener que ver con la inveterada costumbre de los alumnos de hacer rebotar el bolígrafo de punta contra el suelo ni con el recurso de quitar la bolita para pringarse las manos de tinta y poder salir así al servicio con la disculpa de lavarse. No. Era algo especial, pero, de nuevo, no quise pensar en ello y seguí con avidez mis excursiones externas, cada vez más audaces, cada vez más lejanas.

Sí. Ajeno a la cuesta por la que rodaba, seguí con mis vuelos, sueños y escapadas. Los recuerdos difuminados se agolpan en mi mente. No podría enumerar más que unas pocas fugas de entre las que realicé durante la primavera: Cambié todos los nombres de EE.UU. por los de Cuba en varios artículos del Washington Post. Impuse como obligatorio el ugarítico para las encíclicas papales. Sustituí la publicidad de un día por poemas de "Trilce", de César Vallejo. Edité un formulario para que todos los partidos políticos lo rellenaran, lo repartieran a cada votante y se abstuvieran así de ulterior propaganda política. Logré emplear a todos los parados aumentando la ratio profesor/alumno hasta ½ y contratando médicos, jueces y policías para atender holgadamente todas las necesidades. Conseguí un éxito sin precedentes con una discoteca de canto gregoriano. Impuse una prueba obligatoria con aquella camisa mía a la que se le salió el bolígrafo en el bolsillo para todos los anuncios de detergentes. Concedí el Premio Nacional de Literatura a Ramiro González por su obra "Ostinato sobre no devo comer chicle hen clase, Kiloestrofo monorrimo de versos idénticos" y el Chamberí de Música a J.L.García. por su "Concierto para orquesta de pitos y solo de cartón grande"...

Las reverberaciones eran ya ecos decididos y la borrosidad de los bordes era clara diplopía. Comencé a sentir un preocupante efecto rebote al andar, cosa que no había ni imaginado desde los tiempos lejanos del "engañabaldosas", que poseía la rara habilidad de apuntar cuando andaba a un lugar del suelo y pisar luego diez centímetros más a la derecha. Pasaba de un sitio a otro, pero no notaba la sensación de equilibrio hasta unos momentos después. Era unas veces, como si yo me empujara y otras, como si yo fuera arrastrado. Desgraciadamente era ya demasiado tarde para renunciar a mis osadas actividades en el mundo de mis sueños desde arriba.

9.3.07

El Profesor (segundo de cuatro)

Efectivamente. La repetí una y otra vez. El lunes, aprovechando el decaimiento general de la clase después del fin de semana, logré flotar en el aire durante seis minutos y medio como medida terapéutica para el dolor de espalda. El martes me acomodé casi diez minutos en una esquina de la clase para imaginarme una vagón de metro lleno de pasajeros dotados de largas colas como el mono araña: "¡Por favor! ¿Podría quitar su cola del asiento de su lado para que pueda sentarme? ...". " ¿Sería tan amable de retirar su bolso de mi cola?..." Disfruté leyendo el periódico con las dos manos, sujeto por mi apéndice caudal a la barra de arriba.

El miércoles no pude dar ni una mísera vuelta por las esquinas del techo por tener que estar pendiente de la visita del inspector de zona, pero me resarcí el jueves en que encontré un tranquilo sitio debajo de la tarima para recitar en griego el pasaje de la Odisea en que Ulises clava el madero aguzado en el ojo de Polifemo, mientras un auditorio emocionado hasta las lágrimas cantaba a cinco voces el "Arise o Lord" de William Byrd.

A lo largo de todo el mes fui consiguiendo movimientos realmente astutos y puestos de observación cada vez más rebuscados. La verdad es que desarrollé bastante la habilidad de evadirme y de ver las cosas, situaciones y personas desde arriba con rara perfección y concentración. Pero la inquietud humana es insaciable y mi continua elección de lugares cercanos a las ventanas era claro indicio de mi deseo de salir fuera de la clase, de una añoranza de más vastos horizontes. Largo tiempo rechacé la idea como descabellada, pero, ya se sabe, lo que comienza siendo comezón acaba siendo pared de cárcel. La clase se me quedó estrecha y cada vez me pegaba más al cristal de la ventana de poniente con variopintos pretextos: Una vez fue por imaginarme todas las casas unas encima de otras en una altísima y firme torre y jugar con el efecto de rellenar el espacio libre con césped y florecitas amarillas. Otra fue la disculpa de barrenar una nube con la mirada para ver el efecto Tyndall sobre la polución del aire. Otra, en fin, fue por situar en las capas altas un inmenso globo aerostático donde los dirigentes políticos solucionasen las guerras a cara o cruz sin molestar a nadie: "¡Vaya! ¡Qué mala suerte! Te ha tocado perder el Sáhara! Pero no sé de qué te quejas tanto. Poco llorabas cuando nos tocó a nosotros el swahili como lengua nacional y tuvimos que declarar ilícita la venta de carne de cerdo..."

Decididamente era inevitable que sucediera. Un día, desoyendo todas mis reconvenciones, puse a los alumnos un ejercicio bastante largo sobre clasificación de los seres vivos. Cuando vi que se habían concentrado en él dejé al profesor paseando por entre las filas de acuerdo con un programa de desplazamiento cuidadosamente aleatorio. Salí por una ventana del lado este y me dirigí a los juzgados de Plaza de Castilla para concentrar el tiempo en su interior y que todo funcionase miles de veces más rápido. ¡Qué sorpresa y felicidad la de todos: "No se retire por favor. Dentro de un minuto estará su caso solucionado". "Si quiere interponer recurso, vaya a aquella ventanilla y en minutos tendrá el veredicto" ..."No. No hace falta que venga otro día, espere aquí mismo un instante y tendrá su sentencia de separación conyugal"...

Luego lo mismo en el Tribunal Constitucional. "Espere un instante, por favor... Ese articulo es inconstitucional. Sí. Lo publicaremos en el B.O.E. de las 12:30". "No. Lo siento, la ley es constitucional. No se moleste en decir a los periódicos que ha interpuesto recurso, porque lo hemos resuelto en un minuto"...

Lo pasé en grande. Tanto que casi no vuelvo a tiempo de recoger los ejercicios antes de la clase siguiente. Noté algo raro, pero no hice caso. El sistema de acoplo fue perfecto como siempre. Un leve movimiento y adelante. Pero me pareció oír una reverberación en mi voz cuando dije: "Guardad los bolígrafos y pasad el folio hacia delante..."

7.3.07

El profesor (uno de cuatro)

Había logrado escaparme sin que nadie lo notara. En principio no se trataba de una huída formal en toda regla, sino tan sólo de eso, de una escapada breve, sin mala intención. Poco a poco, como una tentación irresistible, me venía rondando la insensata idea de degustar la poesía de Machado "Recuerdo infantil" desde fuera o desde arriba. Así que andaba buscando la ocasión propicia para evadirme. No era tarea fácil porque los alumnos me miraban con esos ojos extraños con que cualquier alumno mira a su profesor. Distantes unos, comprensivos otros, indiferentes los más. Pero al fin lo conseguí. Fue una jugada maestra. Con suma astucia mandé sentar al alumno que hablaba. Lancé el discurso propio de casos de indolencia o apatía. Recriminé al alumno reservado para tales ocasiones su postura en la mesa. Mandé leer a otro en la página 17 del libro. Con lo mal que leía podía sacar casi tres minutos. Así que ...¡Rápido! Miré a derecha e izquierda y, en un descuido de toda la clase, dejé al profesor en la mesa con la mejor cara de atención que pude y me fui por la pared arriba, junto a uno de los fluorescentes del techo.

Miré hacia abajo. Nadie parecía haber notado lo más mínimo la escapada. Miré al reloj. Hasta menos cuarto no había peligro. Elegí la ventana de cerca de la puerta como la más adecuada para concentrarme. El vapor espeso de la clase se había condensado en los cristales cubriéndolos de un espeso vaho. Afortunadamente todo un lateral estaba libre de condensación. Resistí la tentación de investigar si esa peculiaridad era debida a una corriente de convección o a la proximidad del marco de aluminio. No había tiempo para eso. Me concentré en las gotas que golpeaban desde el exterior. La verdad era que no parecían tener nada de especial. Venían a rachas y se estrellaban sesgadamente sin ninguna elegancia contra el cristal, dejando unas salpicaduras laterales que inmediatamente devenían gotas verticales bajo la más prosaica de las leyes de la gravedad. Pero... otra vez estaba divagando. Ya habían pasado cuarenta y cinco segundos. Me serené y desenfoqué la vista hasta que todo quedó borroso allá por la pared. El desvaído golpeteo de la lluvia iba tomando cuerpo y ritmo. Intenté abstraerme de la pésima lectura de Óscar y acudí a Chopin. ¡Ya está: "Regentropfen"! El rítmico sonido de la tecla del piano sería suficiente.

"Una tarde parda y fría..." No, decididamente la música no bastaba para crear el ambiente adecuado por encima de esa presión que parece cernirse siempre sobre una clase de alumnos forzados a moderado silencio. Rápidamente prescindí de la música y retrocedí veloz en el tiempo a cuando tenía los mismos años de los alumnos...No. Tampoco. Los años cincuenta en la gran capital no parecían haber tenido en mi recuerdo tardes pardas y frías . Ni siquiera recordaba cómo eran la ventanas de las clases... Necesitaba rápidamente crear yo mismo el escenario. ¡Deprisa, deprisa! Ya Daniel estaba empezando a dibujar unas orejas en un papel para insultar a Enrique y el bobalicón de Andrés estaba escribiendo una nota a Sandra para preguntarle si quería salir con él esta tarde...Tenía que obrar con rapidez. ¡Qué mal lee Óscar! Sólo un minuto. Vuelo lejos buscando el recuerdo de mi pequeño libro verde de poesías de Machado y recupero la nostalgia con la que lo leía en mis años adolescentes. Un vago sentimiento sobre una desconocida clase con estufa de leña y maestro de rostro borroso, marcado por el destino del ciclo inexorable de mandar lecciones‑ preguntar lecciones ‑ poner notas o castigos. Sus explicaciones eran repeticiones corales en que una nube de resignados alumnos convertidos en máquinas iban repitiendo absurdas cantinelas, rítmicas estupideces...como en una manifestación, pero no de protesta, sino de sumisión. Así. Los colegiales estudian... Monotonía... Monotonía... Lluvia en los cristales. ¡Se acabó!

Bajé con rapidez pero sin movimientos violentos para que no se notara nada. Andrés había conseguido atraer la mirada de Amparo para indicarle que debería pasar a Sandra el papel que le iba a hacer llegar rodando por el suelo en cuanto se agachara a coger el bolígrafo que inmediatamente iba a tirar. Con un ligero estremecimiento logré acoplarme a mi cuerpo y volví a orientar la mirada desde abajo. Había sido un poco precipitado, pero no había salido mal del todo. Quizás Yolanda, tan inteligente y observadora ella, hubiese notado algo, pero seguro que no diría nada. Tres jugadas rápidas y todo arreglado: "¡Andrés! Se te ha caído un papel al suelo. ¿Te importaría recogerlo y tirarlo a la papelera? Siempre tenéis la clase llena de papelotes". "¡Daniel! Resume lo que acaban de leer. Cada vez atiendes menos". "¡Yolanda! Resúmelo tú... Eso es. Así hay que atender..."

Todo de nuevo como antes y, de paso, ya me había enterado de lo que habían leído. La experiencia había sido un éxito y no tendría demasiadas dificultades en repetirla en lo sucesivo.

5.3.07

Lunes

De que de poco sirven las palabras
es prueba el lunes.
Tú buscando capturar esos misterios
que el tiempo guarda
mientras que el tiempo por su parte
te paga desabridamente
volviéndote la espalda y prosiguiendo
como si nada hubieras dicho.

Como si nada.

2.3.07

Virgilio

Luisa se quedó, tras mi cita de Dante hace tres posts, con ganas de una cita de Virgilio y yo con ganas de traerla.

Estos versos de la Eneida me hicieron evocar el inmenso poder de la palabra consoladora por encima de nuestras propias penas, esa capacidad de poner con ellas una sonrisa liberadora en el dolor ajeno.

et dictis maerentia pectora mulcet:
O socii -neque enim ignari sumus ante malorum-

O passi graviora, dabit deus his quoque finem.

Vos et Scyllaeam rabiem penitusque sonantis
accestis scopulos, vos et Cyclopea saxa

experti: revocate animos, maestumque timorem

mittite: forsan et haec olim meminisse iuvabit.

Per varios casus, per tot discrimina rerum

tendimus in Latium; sedes ubi fata quietas

ostendunt; illic fas regna resurgere Troiae.

Durate, et vosmet rebus servate secundis.'

Talia voce refert, curisque ingentibus aeger

spem voltu simulat, premit altum corde dolores

…y alivia con palabras sus pechos afligidos:
“Vosotros, compañeros, expertos en desgracias,
que peor lo pasasteis, un dios las pondrá fin.
Vosotros sabedores de la ira de Escila,
de horrísonos escollos y de piedras de cíclopes
recobrad vuestros ánimos, dejad el temor triste.
Quizá hasta esto un día con gozo evocaremos.
Por variadas fatigas, por sucesos adversos
buscábamos el Lacio, donde el hado la paz
mostrara; allí tendrá que surgir otra Troya.
Resistid y guardaos para tiempos mejores.”
Así habló, y aunque ingentes cuidados le preocupan,
simula la esperanza, cela su inmensa pena.

Y aquí, para acabar, mi leve reflexión:

Quizás ante el dolor nos derrumbemos.
Ojalá una palabra entonces nos recuerde
tiempos peores que ya hemos superado
y siembre una semilla de esperanza
Por eso deberemos conservar,
por encima de pena y desaliento
que horaden como buitres nuestro pecho,
el rostro más sereno que la dicte
la fingida sonrisa que nos sane
el abrazo más tibio que conforte.