Por fin, un día sucedió. A finales de mayo salí veloz como una centella por la ventana cerrada con una nostálgica tristeza en mi corazón. Por aquel entonces sabía ya que no era un bromista sino un soñador, que mis bromas eran en serio y que mi risa era el recurso tímido del bufón. Quienes no comprendieran su inmensa verdad sonreirían al menos por estar "ben trovato". Quería degustar la tristeza de mis recuerdos desde la sombra de una nube negra ingente. Un poema se me venía como una flor de un mundo añorado. Primero un verso:
"Dejé flotar un beso en mis entrañas..."
Rechacé la impertinente palabra "pestañas" que acudía como una pegajosa moscarda veraniega al pensamiento y pensé, sentí... mientras el latido rítmico de mi corazón se acoplaba al acento de la sexta y décima sílabas del endecasílabo y un tropel de palabras intentaba desvelar mi visión onírica desde arriba: sueño, pena, plomizo, solitario... río, océano, losa, interminable... estrellas que claman desde lo alto...
“Y yo, sin protección en mis oídos,
perdido en un encanto de sirena,
gemía contemplando desde arriba
el reflejo en la bruma de las piedras....
Sí, quedé atrapado en el asonante y el endecasílabo y ya no quería volver. ¿Cómo iba a explicar, hacer sentir que la pena es un eco de espacios vacíos y que las estrellas son un beso de los ojos de quienes nos miran...?
Acabé la poesía de memoria: ...
“Soñaré desde arriba mientras pueda
y, cuando ya no pueda, diré, fija
mi mirada en el rostro de la muerte:
Quédate los latidos de mi vida,
mas no te dejaré cuanto soñé,
sueño de madrugada desde arriba.”
Cuando volví, me costó entrar. Ya pasaba un minuto de la hora de salida al recreo y el profesor seguía, sordo y ciego a la lógica impaciencia de los alumnos, con un asunto acerca de un trabajo para el periódico mural en el que yo no sentía el más mínimo interés. Me encontraba tremendamente incómodo pero, haciendo un esfuerzo, dije: "Apuntad para mañana dos ejercicios sobre descomposición en factores primos". El profesor acabó lo del mural y repitió después lo dicho con mucho más convencimiento del que yo había podido transmitir. Luego salió a vigilar la tumultuosa salida de los alumnos al patio, mientras yo me sentía arrastrado tras él. Decididamente no había encajado bien esta vez en mi cuerpo. Algo así como si el zapato del pie derecho estuviera en el lado izquierdo o si hubiese metido la mano en un guante de cuatro dedos. Traté de acoplarme mejor, pero fue todo inútil. Mi cuerpo se sentía decididamente autónomo. Todos los ritmos vitales parecían pendulares. Un rato veía una cosa y algo después, otra. Encarna me pidió permiso para subir a clase, pero cuando quise contestar que sí, que subiera, el profesor le dijo que siguiera abajo. Pero, ¿no veía que era verdad que necesitaba subir? El profesor regañó a Alfonso con enfado, a pesar de que estaba claro que la culpa era de Alicia . Me fijé en lo bonito de la risa estruendosa de los niños jugando y lo bien que lo estaban pasando empujándose mientras el estúpido del profesor parecía no darse cuenta de nada y no paraba de decir a los niños que no gritaran. ¿No se daría cuenta de que el que más gritaba era él?
Tras el recreo decidí estar fuera la hora restante, pero no me fui lejos. Ni siquiera me atrajo la tentadora idea de extender el día de reflexión previo a todas las elecciones al trimestre anterior a ellas. Me quedé mirando al profesor desde fuera de la ventana con una extraña sensación de desagrado. Se alargaba insufriblemente en las explicaciones y su tono era totalmente artificial. No parecía fijarse en absoluto en la despreciable fealdad del número 25'015 y la imperdonable inutilidad de multiplicarlo por 7'21, aunque fuera con el pretexto de completar los ejercicios de la página 72.
De repente ya no pude más. Como en un arrebato de locura volví a mi cuerpo con el sigilo habitual y corté la explicación abruptamente. Un torrente de palabras acudió a mi boca y comencé: "¡Disculpad! Hay un grave error de base en lo que os estaba diciendo. Los números sólo sirven para contar las cosas que nos encontramos y no vamos a seguir adelante hasta que halléis números que signifiquen algo: la distancia entre la tierra y el cielo, el peso que nos impide volar, la diferencia entre el pobre y el rico..."
Pero nadie pareció reaccionar. Me paré a respirar y seguí oyendo la monótona voz del profesor: "Tres elevado a cero es uno. ¡No seas bruto!" Esperé algo más por si el desfase habitual hubiese ido en aumento, pero no oí las palabras que tan vehementemente había pronunciado. Volví a tomar la palabra y ordené: "¡Cerrad los libros! ¡Cerrad los ojos! Vamos a contar en silencio los pétalos que le quedan a una flor cuando nadie la mira. Vamos a surcar los aires para contar las estrellas que pueden reflejarse en una lágrima..."
Fue inútil. Ni siquiera tras cinco minutos de espera pude oír mis palabras. Me pareció escuchar algo acerca de las potencias de base negativa y exponente impar... y ya me callé invadido de una gran pena.
Poco ante de acabar las clases conseguí que el profesor mirara al mismo tiempo que yo a la sierra lejana y tarareamos juntos el "Va pensiero" mientras ese pensamiento lanzado sobre alas doradas para posarse ”sui clivi e sui colli” sonaba a triste despedida.
Luego salí otra vez, ya sin ningún cuidado, pero nadie pareció fijarse en mí. Ni siquiera me importó ver a Carlos escarbar un agujero en la mesa con la punta del compás para poner dentro el chicle que mascaba disimuladamente.
Ya no regresé. ¿Para qué? El profesor siguió con sus clases como siempre, incluso algunos alumnos decían que era buen profesor. ¿Qué sabrían ellos, los muy pelotas?
Algunas veces me asomaba a la ventana durante los últimos días del curso para ver el denodado esfuerzo del profesor por sembrar semillas incomprensibles en el agua y arar surcos en el aire que se habría de llevar el viento de un mundo reseco. No le odiaba. Sólo le compadecía. Fuera del Colegio parecía ser algo más razonable, pero no me fiaba demasiado.
Únicamente aprovechaba los ratos de la madrugada para volver con él un ratito y escuchar juntos música, leer poesía, escribir cualquier tontería o extasiarnos ante algún paisaje.
Él seguía creyendo con Machado que hablaba con el hombre que siempre iba con él.
Lo que no sabía era que el hombre era yo.
Quizás algún día se lo diga.