Últimamente se viene hablando del cuidado de las palabras que, como algunas especies, vienen a estar en peligro de extinción y que merecería la pena adoptar para evitar que desaparezcan.
No sé si todas las palabras serían dignas de ese trato o habría que dejar que algunas quedasen relegadas al olvido por la llegada de otras más exactas o apropiadas.
Tampoco sé si sería posible introducir cordura en muchas de ellas, lastradas como están de una historia que sería mejor olvidar.
Por ejemplo, ese sexismo presente en el diccionario:
Hombre público.
1. m. El que tiene presencia e influjo en la vida social.
Mujer pública.
1. f. Prostituta.
O bien:
zorro.
5. m. coloq. Hombre muy taimado y astuto.
zorra.
4. f. prostituta.
O de esa parcialidad que tan bien conocimos los que hemos visto los esfuerzos de profesores por enseñar a los niños a no utilizar la mano izquierda para escribir porque era –decían- la “mano del diablo (los buenos a la derecha y los malos a la izquierda):
Siniestro.
2. adj. Avieso y malintencionado.
3. adj. Infeliz, funesto o aciago.
Diestro.
3. adj. Hábil, experto en un arte u oficio.
4. adj. Sagaz, prevenido y avisado para manejar los negocios, sin detenerse por las dificultades.
5. adj. Favorable, benigno, venturoso.
Pero no es de eso de lo que quisiera hablar hoy sino de esas palabras que se han conservado con corrección en ciertos sitios humildes y se han perdido en otros supuestamente más cultos.
A este propósito acuden hoy a mí palabras que en mi niñez me llegaron de labios tenidos por analfabetos:
En el pueblo alcarreño y pobre que frecuentábamos como lugar de vacaciones había que tener mucho cuidado por no aparecer como los señoritos de capital dispuestos siempre a creernos más que los pueblerinos sencillos. Por eso no se atrevía uno demasiado a enmendar la plana a los chavales que usaban un vocabulario extraño a nuestras costumbres. Ya bastante se reían ellos de nuestra pronunciación del sonido “ll” que confundía poyo con pollo para permitirse criticar otras palabras. De ellas recuerdo una que escuché y aprendí cuando me acercaba a un gato tratando de acariciarle. Alguien del pueblo, a mi lado, me advirtió: “Ten cuidado por si s’esvuelve y t’ataraza” Descubrí con el tiempo que, mientras la palabra esvolver sería quizás revolverse, atarazar era una forma correctísima que significa morder o rasgar con los dientes y que allí usaba con total normalidad.
Innumerables eran también las discusiones con leoneses que me aconsejaban calcar la tierra removida para que la lluvia no la arrastrase pendiente abajo o llamaban legón lo que yo siempre había conocido como azadón.
También recuerdo discrepancias con compañeros mejicanos sobre la impropiedad de llamar piscina a la alberca ya que la piscina debería tener o estar hecha para peces...
Pero hay una palabra que me impactó por provenir, como una preciada reliquia, de un extremeño totalmente analfabeto que solía limpiar por horas el Colegio tras la jornada de clases.
Andaba él con el cubo y la fregona de clase en clase y fui a avisarle para que hiciera el favor de fregar una zona de la clase donde algún desaprensivo había pintarrajeado el suelo. Él, amable y sonriente como siempre me dijo: “Eso no es fregar, es ahufifá”. No le contradije, pero le pedí que me repitiera esa palabra desconocida hasta estar seguro de cómo la pronunciaba y me lancé nada más llegar a casa al diccionario, donde, tras laboriosa trascripción y búsqueda, me encontré con
aljofifar.
1. tr. Fregar con aljofifa.
y
aljofifa.
(Del ár. hisp. alǧaffífa, esponja).
1. f. Pedazo de paño basto de lana para fregar el suelo.
De todo aquello han pasado ya muchos años, pero siempre se me han grabado las palabras como historias de hechos o personas desvelando los misterios de la comunicación humana, con todos sus prejuicios, rechazos o anhelos.
Recuerdo bien la emoción de sacar frases del Quijote que se me antojaban sorprendentemente cómicas pero que acabaron siendo para mí cariñosamente cálidas (almario de embustes, albanega de fustán…)
Y a veces también me pregunto qué extrañas asociaciones relacionaron la palabra trabajo con el instrumento de tortura trepalium , lo trivial con las asignaturas universitarias del triple camino del trivium, o la broma con el molusco que carcome la madera de los barcos hasta hundirlos.
No sabría si adoptaría alguna palabra pero sí que haría todo lo posible para no olvidar las personas que me las comunicaron como aquel amigo holandés que me enseñaba cómo en vez de nuestro “que viene el coco” ellos usaban “que viene el Duque de Alba” o donde nosotros decíamos la para él humillante expresión “la invasión de los bárbaros” ellos decían la “migración de los pueblos”.
Y es que las palabras son mucho más de lo que parecen.
Hasta en los idiomas más olvidados.