30.4.07

El mar

El mar es otro tiempo.
El río, sin embargo,
lleva la ley del mar en su corriente.
Si te quedas varado, te abandona
y te arrastra si no lo haces.
Su tiempo está entre el mar y la montaña,
y el presente no admite la mirada tranquila
de un lugar intermedio
entre el olvido y la derrota.
El mar es lo contrario.
Vaivén del agua misma sobre la misma costa.
Todo quedarse en un presente.
Aunque, si bien te fijas, nunca hay huellas.
Sus aguas son de olvido
y en ellas sólo existe la ley de los viajes.
Has de soñar tú mismo tu pasado
o arriesgar tu destino.
Por eso hoy
he dejado mi cuerpo tan cansado
escrutando su tiempo entre dos olas
y he lanzado perdida mi mirada
en esa incierta luz de la distancia
incrustada entre el aire y su reflejo.
Allí he soñado.
Cuando mi cuerpo pierda su batalla
y mis ojos se rindan,
el sueño del poema que hoy escribo
será mi coartada.
Borradas ya mis huellas,
será la prueba irrefutable
de que he vivido.

27.4.07

De ayer a hoy

Un sueño tuve antaño
como deseo:
es el sueño que tengo hogaño
como recuerdo.
La única diferencia:
la gloria de que estaba revestida
y el aire de derrota que ahora viste.

25.4.07

Hablando de palabras

Últimamente se viene hablando del cuidado de las palabras que, como algunas especies, vienen a estar en peligro de extinción y que merecería la pena adoptar para evitar que desaparezcan.

No sé si todas las palabras serían dignas de ese trato o habría que dejar que algunas quedasen relegadas al olvido por la llegada de otras más exactas o apropiadas.

Tampoco sé si sería posible introducir cordura en muchas de ellas, lastradas como están de una historia que sería mejor olvidar.

Por ejemplo, ese sexismo presente en el diccionario:

Hombre público.

1. m. El que tiene presencia e influjo en la vida social.

Mujer pública.

1. f. Prostituta.

O bien:

zorro.

5. m. coloq. Hombre muy taimado y astuto.

zorra.

4. f. prostituta.

O de esa parcialidad que tan bien conocimos los que hemos visto los esfuerzos de profesores por enseñar a los niños a no utilizar la mano izquierda para escribir porque era –decían- la “mano del diablo (los buenos a la derecha y los malos a la izquierda):

Siniestro.

2. adj. Avieso y malintencionado.

3. adj. Infeliz, funesto o aciago.

Diestro.

3. adj. Hábil, experto en un arte u oficio.

4. adj. Sagaz, prevenido y avisado para manejar los negocios, sin detenerse por las dificultades.

5. adj. Favorable, benigno, venturoso.

Pero no es de eso de lo que quisiera hablar hoy sino de esas palabras que se han conservado con corrección en ciertos sitios humildes y se han perdido en otros supuestamente más cultos.

A este propósito acuden hoy a mí palabras que en mi niñez me llegaron de labios tenidos por analfabetos:

En el pueblo alcarreño y pobre que frecuentábamos como lugar de vacaciones había que tener mucho cuidado por no aparecer como los señoritos de capital dispuestos siempre a creernos más que los pueblerinos sencillos. Por eso no se atrevía uno demasiado a enmendar la plana a los chavales que usaban un vocabulario extraño a nuestras costumbres. Ya bastante se reían ellos de nuestra pronunciación del sonido “ll” que confundía poyo con pollo para permitirse criticar otras palabras. De ellas recuerdo una que escuché y aprendí cuando me acercaba a un gato tratando de acariciarle. Alguien del pueblo, a mi lado, me advirtió: “Ten cuidado por si s’esvuelve y t’ataraza” Descubrí con el tiempo que, mientras la palabra esvolver sería quizás revolverse, atarazar era una forma correctísima que significa morder o rasgar con los dientes y que allí usaba con total normalidad.

Innumerables eran también las discusiones con leoneses que me aconsejaban calcar la tierra removida para que la lluvia no la arrastrase pendiente abajo o llamaban legón lo que yo siempre había conocido como azadón.

También recuerdo discrepancias con compañeros mejicanos sobre la impropiedad de llamar piscina a la alberca ya que la piscina debería tener o estar hecha para peces...

Pero hay una palabra que me impactó por provenir, como una preciada reliquia, de un extremeño totalmente analfabeto que solía limpiar por horas el Colegio tras la jornada de clases.

Andaba él con el cubo y la fregona de clase en clase y fui a avisarle para que hiciera el favor de fregar una zona de la clase donde algún desaprensivo había pintarrajeado el suelo. Él, amable y sonriente como siempre me dijo: “Eso no es fregar, es ahufifá”. No le contradije, pero le pedí que me repitiera esa palabra desconocida hasta estar seguro de cómo la pronunciaba y me lancé nada más llegar a casa al diccionario, donde, tras laboriosa trascripción y búsqueda, me encontré con

aljofifar.

1. tr. Fregar con aljofifa.

y

aljofifa.

(Del ár. hisp. alǧaffífa, esponja).

1. f. Pedazo de paño basto de lana para fregar el suelo.

De todo aquello han pasado ya muchos años, pero siempre se me han grabado las palabras como historias de hechos o personas desvelando los misterios de la comunicación humana, con todos sus prejuicios, rechazos o anhelos.

Recuerdo bien la emoción de sacar frases del Quijote que se me antojaban sorprendentemente cómicas pero que acabaron siendo para mí cariñosamente cálidas (almario de embustes, albanega de fustán…)

Y a veces también me pregunto qué extrañas asociaciones relacionaron la palabra trabajo con el instrumento de tortura trepalium , lo trivial con las asignaturas universitarias del triple camino del trivium, o la broma con el molusco que carcome la madera de los barcos hasta hundirlos.

No sabría si adoptaría alguna palabra pero sí que haría todo lo posible para no olvidar las personas que me las comunicaron como aquel amigo holandés que me enseñaba cómo en vez de nuestro “que viene el coco” ellos usaban “que viene el Duque de Alba” o donde nosotros decíamos la para él humillante expresión “la invasión de los bárbaros” ellos decían la “migración de los pueblos”.

Y es que las palabras son mucho más de lo que parecen.

Hasta en los idiomas más olvidados.

23.4.07

Vivir

Quiero vivir, pero que no me falten
las manos olvidadas en mis brazos,
las miradas de nieve y abandono,
el descuido de la luz sobre las sábanas,
olvidos de pudores y pudores de olvidos.
Todo eso que a veces resumimos
en la palabra amor.

20.4.07

Rumores de silencio

Nunca existe el silencio
más que bajo la forma de un zumbido
extraño en los oídos
y el fondo de un motor en la distancia.
Como si no pudiéramos vivir
sin que algo nos recuerde
los costes fijos de nuestra existencia:
un corazón y un electrodoméstico.
Quizás por eso encomendamos
ciertas modulaciones de la vida
tales como el temor o la nostalgia
a ruidos que nos vienen de lo alto:
al rumor insistente de la lluvia
o al sonido implacable de los vientos.
Cuando esos ruidos se nos niegan
y la costumbre del amor nos duele
como la artritis, el reuma y la escoliosis,
uno se siente, atento a los silencios,
como una lavadora
a la espera de que la desconecten
cuando haya terminado de lavar
todos los trapos sucios.

Quizás la muerte sea eso:
el poema imposible de un silencio
sin corazón ni motores;
un único compás de espera
entre el fin de un adagio
y el tempo misterioso
de ese último movimiento
de nuestra sinfonía
oculto hasta la vuelta de la página.

18.4.07

Caraduras


Una excelente persona, aparentemente: educado, amable, servicial, simpático, buen conversador…

Su impecable presencia y su aplomo, su palabra ágil y certera, sus conocimientos vastos, sus opiniones meditadas atraían a la conversación, al diálogo, al agradable pasar el rato y al intercambio de experiencias y propósitos.

Era representante comercial de una gran compañía y estaba perfectamente dotado para su misión: retenía nombres, sabía encontrar momentos propicios, tenía palabras adecuadas para las más dispares situaciones, siempre con un detalle que aportar hasta lograr la confianza necesaria para la venta o el contrato que reportaría jugosos beneficios.

Me llevaba muy bien con él. Sin llegar a ese extremo luminoso que se conoce con el nombre de amistad, teníamos un amplio margen de aficiones comunes, sobre todo musicales, que nos permitían mantener largas y agradables conversaciones.

Quizás todo estaba ya predispuesto para la entrega a confidencias reservadas sólo para quienes podrían ya llamarse amigos en sentido estricto.

Y, sin embargo, había un pero inexplicable e intuitivo que me mantenía aún a cierta prudente distancia de él. No hubiera sabido explicarlo razonablemente sino por ese instinto que nos pone en guardia ante palabras que tanto podrían ser sinceras como dictadas por la costumbre de crear un buen ambiente o de dejar todo dispuesto más para recibir que para dar.

No me equivocaba. Un día habíamos asistido a un concierto abarrotado de público y habíamos dejado el coche en un aparcamiento cercano. Naturalmente, éramos muchísimos los que nos acercábamos a la misma hora a pagar por caja para retirar el coche y había una larga cola para hacerlo. Mientras estábamos esperando él desapareció sin previo aviso y reapareció al poco rato con el pase para sacar el coche del aparcamiento.

–¿Cómo lo has hecho? -le pregunté.

– Muy fácil. Colándome -repuso él sin inmutarse.

Y luego me explicó con todo el cinismo del mundo que él jamás había esperado en toda su vida en una cola y que, o bien se colaba o bien acudía a contactos influyentes que tenía para no tener nunca que esperar.

Cuando yo le manifesté mi opinión de que eso no era justo con todos los demás que aguardaban su turno él repuso con aplastante aplomo que la vida era así, que el mundo estaba dividido entre apocados y decididos y que había gente para esperar -los demás, naturalmente- y gente para los primeros y mejores lugares –como él y otros pocos, obvio es decirlo.

Bajo esta nueva luz descubrí después que toda su ferviente defensa de las libertades cívicas y de la democracia estaba basada en la absoluta seguridad de que las leyes son necesarias para que existiera un orden –sostenido por una clase anónima de tropa, tan distante como indiferente- que a él y a otros privilegiados le permitiera saltárselas a la torera despotricando, de paso, contra cualquier posible ingerencia en esa zona de nadie en la que tan bien sabía moverse y que continuamente mantenía a su favor con la frase escueta: “¡Tanto prohibir, tanto prohibir! Ya somos mayorcitos para saber lo que nos conviene”. Por supuesto que él lo sabía bien: Ni pago de IVA ni declaraciones rigurosas a Hacienda ni límites de velocidad en carretera ni semáforos ni horario de dejar basuras ni solidaridad con ningún tipo de marginados (que lo eran por indecisos y pusilánimes).

Por eso no me extrañó demasiado que un día en que alguien osó recordarle una decisión acordada mayoritariamente en asamblea y que le obligaba a hacer un trámite para el que íbamos turnándonos se le cambiara el color plácido de persona equilibrada y satisfecha por un acceso de ira que acabó en portazo: “Yo ya he hecho demasiado por vosotros para que ahora me vengáis exigiendo nada más. Así que ahí os quedáis con todos vuestros acuerdos”.

Y se marchó con la ofendida dignidad de quien jamás había aceptado que quedara en deuda con quienes sí quedaban en deuda con él.

No he vuelto a saber de él, pero puedo asegurar que cada vez que espero en una cola armo un escándalo como vea que alguien intenta colarse.

Y otro cuando sospecho que alguien se aprovecha de lo que los otros sufren y encima se sienten ofendidos por la supuesta indiferencia de los demás para con él.

16.4.07

Detalles

El fluorescente tiembla ante los ojos,
su reactancia zumba tercamente.
Un agudo pitido en los oídos
y una leve molestia en la cintura.
Un cuadro en la pared está torcido.
La miopía sin gafas hace inmensos
los ínfimos reflejos de las cosas.
Suenan ruidos lejanos sin sentido:
coches quizás, motores y murmullos.
Un monótono mirlo desentona...

¿Qué es la vida? Tal vez la locura
que agranda, con razón o sin ella,
uno de estos sucesos hasta el verso.
Los ojos se emborronan y el oído
amasa lo que oye. Nada dentro
lo conmueve. La vida es acaso
lo que queda cuando se olvida todo
cuanto pasa de largo sin notarse.

13.4.07

Otra historia

Estas horas que tanto me envenenan
son un largo descenso hasta el misterio.
El corazón se colma con ese burbujeo
que cosquillea en los oídos
cuando subimos raudos la montaña.
Quienes hemos perdido el sentimiento
gota a gota en el curso de la herencia
nos vemos obligados a soñarlo
como un dulce pecado solitario.
Reconstruyo la historia en venganza del modo
en que ella me hizo construirla.
A la luz melancólica
de la última estrella de la noche
lleno mis labios
con aquellas palabras
que nunca pude pronunciar,
acaso por tener un corazón esclavo
del miedo a las cadenas que impone la ternura.
Coloco lentamente
mi mano en las caderas del pasado
y le obligo a bailar al ritmo que imagino.
Sitúo las palabras que no dije
en el momento que dejé pasar.
Miro profundamente a ciertos ojos
en respuesta a miradas perdidas para siempre.
Vuelvo hasta aquel rincón de fuego y nieve
que huyó como una sombra ante mi duda...

Quiero creer a veces
que no existe otra vida más feliz
que la que hemos perdido
por culpa de la estúpida paciencia
con que paralizamos
el latido de nuestro corazón
y la luz de los labios sitiados.
Y entonces es cuando la sueñas
al no poder vivirla
para no ver llegado ese momento
de la resignación a lo que fue
sencilla y llanamente un gran fracaso.

11.4.07

Carpetovetónico


Le llamábamos el Carpetovetónico por más que su nombre verdadero fuese Vicente. Anclado en recias convicciones del más rancio tradicionalismo, estaba construido -como el perro de presa con respecto a su entrenador- sobre la base de una fidelidad inquebrantable al “Generalísmo” que era para él cifra de toda santidad y valor a la par que compendio de todas las virtudes.

Tan honda convicción no podía edificarse sino sobre la certeza de que un complot judeo-masónico internacional había cegado al resto de la humanidad que no comulgaba con sus creencias para no ver la evidencia de la justicia del “Glorioso Alzamiento Nacional” y la abominable maldad sin matices de todo el rojerío cuyo único destino debía ser de inmisericorde eliminación.

Suscrito a “Fuerza Nueva” y apasionado lector de “El Alcázar” no se le conocían otras lecturas que pudieran iluminar con un destello de razón o ni siquiera de duda tan firmes creencias.

Cuando yo coincidí con él a finales de los sesenta estaba ya refugiado junto con otro de los profesores en el bunker de su cerrazón sin que el paso de los años hubiera hecho mella en su acorazado espíritu. Su único discurso era el de la “mano dura” contra alumnos remolones, contra profesores díscolos, contra desafectos al régimen, contra potencias extranjeras,… contra todo lo que pudiera suponer un infiltración ajena a las esencias que cimentaban su mundo.

Y, sin embargo, ese indescriptible y ciego atrincheramiento con respecto a la amenaza distante de tan gran caterva de enemigos como la moderna impiedad iba acumulando no era incompatible con cierta amabilidad con la que respondía afablemente y sin excesiva ira a todas las bromas que los jóvenes le gastábamos.

Habida cuenta de que aún no había perdonado a los franceses los fusilamientos de 1808 ni a los ingleses la derrota infligida a la Armada Invencible ni a los portugueses lo de Aljubarrota ni a alemanes o italianos su olvido de Hitler o Mussolini ni a la América Latina su emancipación del imperio español ni al resto de la humanidad el no ser españoles y, encima, en muchos casos, tener gran cantidad de negros, protestantes, moros, o lenguajes incomprensibles no es de extrañar su monocorde comentario ante cualquier reconocimiento que se hiciera de las bellezas o logros de cualquier otro país: “Sois unos papanatas –aseguraba- Eso lo hay en cualquier esquina de mi pueblo o en cualquier paisaje de por aquí. Esas cosas pasan por abrir la mano al turismo y permitir que el bikini se adueñe de nuestras playas”.

Naturalmente nos divertíamos -y nos vengábamos subrepticiamente- manteniendo en su presencia conversaciones escabrosas y ensalzamientos varios de paisajes extranjeros: la belleza de los Alpes, la grandiosidad de los Highlands escoceses, la profundidad del Baikal, la inmensidad de la selva amazónica… Hasta que saltaba como un resorte : “A mi pueblo os llevaba yo (era leonés del áspero norte cercano a los Picos de Europa) para que vierais paisajes de verdad” A lo que nosotros siempre asentíamos pero trasladando el tema a los Pirineos catalanes o a las montañas vascas ensalzando de paso sus idiomas. “¿Cómo que idiomas? ¡Dialectos, dialectos! Aquí todo el mundo a hablar español. ¿A qué viene querer llamar la atención con esa basura cuando tenemos un idioma nacional?

Hace ya años que el tiempo implacable le libró de “todo este disparate democrático de partidos y de odioso ateísmo” con el que nunca comulgó.

Y me sorprendo a mí mismo dibujando en su rostro imperturbable un enorme gesto de estupor ante el silencio con que el fin de la vida le habrá descubierto lo lleno de extranjeros que está el más allá.

9.4.07

Sic transit

Hay momentos exentos de certeza.
No pensamos, por tanto no existimos.
Lo justo sólo para ver
la lógica borrosa de las horas filtrándose
por el único hueco
que el tiempo tiene permitido.
Son los momentos no gloriosos
de corazón descompasado y sucio
de legañas y mal aliento
en el que no queremos desprendernos
de nuestras viejas zapatillas
ni mirarnos en el espejo gris
de nuestro pelo mañanero.
Todo aire sin mérito ni gloria
al que a veces es justo dedicar
la bruma de un poema soñoliento.

2.4.07

Al amigo, a los amigos, a vosotros

Muévete como el aire
y te verán mis ojos en los árboles.
Sóplame como el aire:
sentiré tu frescor cuando me abrase.
Méceme como el aire
y será mía tu caricia inacabable.
Sílbame como el aire:
Tú serás música que no se apague.
Quédate como el aire.
Siempre mío. Silencio, olvido o tarde.
Mi amigo: dentro, fuera, cerca, lejos...
como el aire.

(Estaré fuera una semana. Pasadlo bien)