Es muy probable que la música no necesite de ningún patrón para trocar su ejercicio en una ascensión a ese huidizo cielo en el que ciframos todo nuestro desencanto por esta tierra tan querida como injusta. A juzgar por la idea que pintores y escultores nos legaron, la Gloria ha admitido sin discusión como bagaje exento de aranceles toda suerte de instrumentos musicales y partituras varias. En vano buscaremos en el Pórtico de la Gloria de Santiago de Compostela, en el de la iglesia de Sto. Domingo de Soria o en el coro de la Basílica de San Lorenzo de El Escorial el laboratorio de Arquímides, las pócimas de Galeno, la biblioteca de Alejandría o la piedra filosofal del alquimista. En todos ellos, sin embargo, aparecen multitud de instrumentos musicales, tropel de ángeles trompeteros, miríadas de mártires, vírgenes, confesores y clase de tropa tañendo liras, pulsando laúdes, acariciando violas y tocando clavecines ante un Dios al que, si bien se le niega la sonrisa, no se le oculta la complacencia por el musical mensaje que le llega.
El cristianismo, que eliminó como sistema de comunicación con el más allá el humo de los holocaustos y el delirio de las orgías báquicas, mantuvo, sin embargo, junto a la oración, la suave armonía que se pierde en los espacios y que llega a trascender al otro lado del misterio.
¿Qué necesidad, pues, de celestial patrón, de intermediario entre la música y la Gloria habrían de tener los músicos? Acudan los médicos a S. Cosme, los filósofos a Sto. Tomás de Aquino, los científicos a S Alberto Magno y los artesanos a S. José y procedan sin mediaciones los músicos a los cielos que habrán de ser el reino de la música.
A pesar de todo, la parda envidia no quiso que los músicos ignoraran el camino de otros gremios: buscaron y encontraron una patrona en Sta. Cecilia, una mártir –pretendidamente- del siglo tercero, de tan extendido y antiguo culto como de problemática historia. Ninguna mención a ella en el Calendario Romano del 359, ninguna referencia en los escritores cristianos antiguos, ningún rastro iconográfico. La leyenda de su martirio, de finales del siglo V, es un canto descarado e increíble a la virginidad más inoportuna: la de una mujer casada. Emplea toda un innoble artillería de grueso calibre para conseguir que nuestra santa mártir no se escapara del seguro redil de las vírgenes: la obediencia debida a los padres que la obligan al matrimonio y la intervención celestial en forma de ángel-carabina que se interpone entre ellos la noche de su boda convenciendo de paso al marido para que guarde las debidas distancias. Así queda tan ensalzada la virginidad como denigrado el sexo.
¿Y qué tenía que ver lo anterior con la música? Pues nada. Pero la liturgia católica, al hacerse eco del susodicho panfleto, decía en un antífona: “Mientras tocaba el órgano, la virgen Cecilia cantaba al Señor dentro de su corazón diciendo: Háganse mi corazón y mi cuerpo inmaculados para que no sea confundida”. Donde la liturgia quería expresar que Cecilia rehuía la alegría festiva de su boda refugiándose en su oración interna, allí vieron los buscapatronos una inequívoca señal de la maestría de nuestra santa en el manejo de un instrumento que incluso habría llegado a inventar.
Es una pena tanto error, como es una pena que, puestos a inventar historias, algún fervoroso cristiano, no menos ciego por la música y por el amor carnal que lo fue por la virginidad el descarado perpetrador de la narración del martirio de Sta. Cecilia, hubiese abierto la Biblia por le Cantar de los Cantares y hubiese imaginado una mujer enamorada de su pareja leyendo en el capitulo séptimo los requiebros del esposo:
“Tu talle la palmera;
tus pechos, sus racimos.
Yo subiré por ella.
Son sus racimos míos”
Y cantando luego con embeleso la respuesta de la esposa en el mismo capítulo:
“Yo pertenezco a mi amado
que con ansia me desea.
Ven, ardiente enamorado,
al campo que nos rodea.
Hagamos noche en la aldea.
Por la mañana a la viña
iremos, y a ver las flores
del granado en la campiña.
Y al fuego de mis rubores
te daré allí mis amores”
O quizás entonando el principio del libro:
“Bésame con los besos de tu boca.
Son más dulces que el vino tus amores,
más suaves que el perfume tus olores...
Cálmame ya este amor que me disloca.”
Pero... tendré que dejarme de inventos, sueños y digresiones. La triste realidad del cristianismo oficial fue lo que fue como aún es lo que es.
Quede así dicho aquí por quien no cree en esa patrona de la música, pero adora la música y ese libro perfecto de la Biblia que sabe más de amor que todos los aguafiestas de una religión a la medida de tantos aprovechados y reprimidos.