Si en algo la humanidad renuncia a la razón o a lo razonable o al raciocinio es en el tema de la lotería. Lo que debiera en verdad ser un reparto, el lote que te toca tras una justa división se ha convertido en una posibilidad, tanto más remota cuanto más divisible, porque lo que se reparte no es el objeto deseado sino la posibilidad de obtenerlo. Curiosamente, esa posibilidad, a veces remotísima, queda desproporcionadamente exagerada cuando se hace público al ganador como algo que podría haberle pasado a cualquiera.
Para eso, naturalmente, se necesita la publicidad y mantener unas falsísimas relaciones de proximidad que no funcionen al azar. Lo primero porque si los medios de comunicación no airearan clamorosamente el resultado o dijeran nada más : “Le ha tocado a Pepe Pérez” la sensación sería más bien de desaliento ante lo imposible; lo segundo porque uno tiende a creer en una linealidad que no existe en los sucesos aleatorios. Cuando alguien acierta todos los resultados menos uno tiende a decir que “casi” ha acertado sin pararse a pensar que hay más distancia en términos probabilísticos en acertar también el que falta que en haber acertado todos los otros. Del mismo modo uno tiende a creer en la contigüidad de un número con el anterior o el siguiente cuando en realidad son tan independientes como los colores o las bolas en los que se leen.
Naturalmente la política y las ideologías han aprovechado hasta lo increíble ese optimismo irrefrenable de las masas que incentivan la ilusión contra toda lógica y que dicen “¡Qué mala suerte!” cuando no les toca cuando saben bien que eso es lo normal y que es ese el opulento negocio de los que montan la lotería.
Yo, que jamás en mi vida he jugado a la lotería acostumbro a exasperar a mis próximos diciendo antes de su celebración que yo ya tengo cobrado el reintegro o preguntándoles después cuánto se han gastado para hacerme una idea de cuánto me he ahorrado.
Por supuesto que es inútil esfuerzo y, como bien saben los políticos, es la más auténtica fuente de satisfacción ciudadana en el sistema liberal que padecemos. La leyenda del ganador que triunfa desde cero es la base de una igualdad de oportunidades fantasmal e imposible porque transforma el hecho de que sólo puede triunfar uno entre muchos en un “cualquiera puede triunfar”.
Afortunadamente no somos así en lo desfavorable, por eso a nadie le va a impresionar el hecho cierto de que hay la misma probabilidad de que a uno le toque la primitiva de que le caiga un meteorito en un círculo de cien metros a su alrededor.
Yo ya he desistido de intentar razonar sobre el tema claro de que el mejor modo de ganar es no jugar.
Y ni siquiera lo sacaría a colación sino fuera por la tendencia de los políticos a sustituir los derechos que la justicia y la Constitución nos otorgan, como la vivienda o el trabajo, por una lotería para todos sin tener en cuenta que en la realidad muchos son los llamados y pocos los escogidos.
Yo, desde luego, más quiero para mis hijos unos metros de vivienda segura que la probabilidad de que les toque un palacio en una lotería.