29.8.08

De siembras y cosechas

Desear algo no quiere decir
que ese deseo tenga que cumplirse.
Sembrarlo es otra cosa
porque tienes derecho a recoger los frutos.
No es igual si lo miras del revés:
a menudo recoges frutos que no has sembrado
-al menos que tú sepas-
Por eso te preguntas al pensarlo
quién siembra en tus surcos
cuando tú no lo has hecho,
si tu vida inconsciente o las ajenas vidas
o el azar con que todo viene o va.
A veces no lo sabes y otras sí.
Quiero hoy alzar mi copa por quienes sí conozco
y a quienes quiero agradecer aquí su silenciosa mano
con la que sin pedirlo se me dieron.
Que sepan sin dudarlo
que tienen el derecho de pasar
sin llamar ni pedir permiso alguno,
aunque ya me haya ido,
hasta el fondo de mí donde he guardado
con mi mayor afecto
la cosecha que ellos me sembraron.

(Con todo cariño a cuantos en este cibermundo bloguero -presentes o ausentes ya- pasaron por aquí o me acogieron, sembrando en ambos casos mucho de cuanto yo torpemente les ofrezco)

27.8.08

Leyes no escritas, 13: La ley del asfalto

Poco a poco se va formando una ley de obligado cumplimiento basada en el ámbito de las deshumanizadas ciudades en donde se va concentrando la gente atraída por un nuevo paraíso que luego resulta ser menos paraíso de lo que se creía.

Uno se imagina el inmenso desierto o la estepa dilatada con enormes distancias en las que el ser humano es una mota perdida entre el cielo y la tierra. No es muy diferente el habitante de nuestras urbes ni menos profunda la soledad del hombre perdido en la masa de sus llamados semejantes.

En efecto, los ves ir y venir como en una nerviosa agitación que para ti no tiene sentido. Piensas que cada uno tiene una parcela de intimidad en que se siente humano, objeto de emociones y sentimientos, de afectos y desamores.

Pero todo eso suena raro porque entre tanta multitud la vida te los hace accesorios e indiferentes. Es probable que unos pocos de aquellos en los que ahora te fijas por su figura o su actitud sean objeto de unas líneas en un periódico por su fama o porque un día se habrán ido definitivamente. Sólo en los casos extrañísimos en que algún azar te los hace familiares sientes una sensación irrefrenable de decirlo cuando llegas a la isla que compartes con tus cercanos: “¿Sabes? He visto por la calle a fulanito”

Y es que reconocer a alguien en este caos multitudinario es toda una noticia. La misma casa en que vivimos abarca más distancias y soledades que los de una región a otra. Vecinos que uno ha visto durante años desaparecen de repente sin que nos percatemos de ello. Rostros nuevos sustituyen a los anteriores sin que jamás sepamos nada de ellos ni ellos nunca nos pregunten nada.

En este ambiente en que cada uno sobrevive marcando distancias con respecto a los demás sólo rige la ley del asfalto, según la cual “cada uno es cada uno”, “cada uno en su casa y dios en la de todos”, formas todas de defendernos de los demás en la firme convicción de que no somos capaces de hacer propios sus problemas ni sentir como propias sus alegrías.

Sobrevivir en la gran ciudad es cuestión de acotar el tiempo, la dedicación y la zona. No podemos abarcar más que un reducido círculo en las horas, en el espacio y en las relaciones. Sólo algunas veces, refugiados a solas en nuestro piso y desapercibidos tras la mirilla de la puerta o la grieta de la ventana casi oculta, le viene a uno la desazón de sentirse muy solo. Tan solo como quien sabe que, fuera de los pocos que nos rodean y nos quieren, nuestra desaparición sería nada más percibida por el hedor que habría de molestar a los vecinos unos días después de nuestra muerte.

25.8.08

Entre ruinas y vuelos

Cuánto derrumbe desbocado
en nuestro patio plácido de lilas.
Como ese susto que nos rompe
la placidez serena de la frente.
Los días van pasando con más tedio que urgencia
y no hay razón para seguir mirando
la boca estrecha de las alas quietas
reseca por el polvo del escombro.
Tal vez
debamos remontar las ruinas,
alzar de nuevo nuestro vuelo
y arar el surco escaso
del camino que aguarda
tras el tibio vitral
de nuestra celda.
Quizá haya tiempo aún
para guardar silencio en otra orilla
y espiar otra vez
la súbita llegada de otras ruinas.


22.8.08

En la corteza de tu árbol

No hay límite en tu piel aunque de ella te cubras.
Desde ella te traspasas, a su través me absorbes.
Pintarme en ella o dibujarme allí
sería suspenderme entre tu dentro y fuera,
ponerte vertical y columpiarme,
colgado del espacio estrecho entre los dos,
de tu latido al mío,
desde donde me miras hasta donde te miro
movido por las manos con que te tocaría
y por el tenso impulso con que me aceptarías.
Pero no sé pintar, por eso escribo
los versos de un poema
por valles y colinas, por grietas y llanuras
palabras que te palpen, te investiguen,
te tracen y sondeen al ritmo de sus sílabas
y a la ardiente osadía con la que te tutean.
Dejo a mis manos recorrerte lentas
y a solo un dedo acariciarte esto:

A tus puertas te llaman mis nudillos
sólo por distraerte:
entré desde mis ojos hasta dentro
desde el mismo momento
en que nos desnudamos.
Quede esto escrito aquí como si fuera huella,
como si fuera muesca en tu corteza
de flecha y corazón pero sin fecha.


20.8.08

Leyes no escritas, 12: La ley de Murphy

No hay que desesperar. Los humanos no han perdido el sentido del humor y saben tomarse a broma el dudoso gusto de los puyazos del azar. La firmeza del poderoso protegido por las leyes, que siempre le son favorables, es satirizada con sarcasmo por la inevitable desgracia del pobre y del ciudadano de a pie.

Es de todos sabido el refrán de que “a perro flaco todo son pulgas” o el dicho menos delicado de que si la mierda valiera dinero los pobres nacerían sin culo. Y es que parece ser regla inevitable que todas las desgracias se acumulen donde ya el sitio está repleto de necesidad. Parece existir un paralelismo entre el “dinero llama dinero” y la “desgracia llama desgracia”.

El azar es por definición imprevisible. Justamente por eso es azar. La sabiduría humana ha reunido la tozudez constante de ciertos comportamientos físicos y sociales y ha formado un cuerpo de leyes sobre las que se asienta el dominio de la humanidad sobre la tierra. Pero, además, la astucia humana ha agrupado el resto innumerable de comportamientos impredecibles y ha hecho en ellos la ley de los grandes números donde reina la noción de normalidad previamente ocupada por quienes se aprovechan de ella. Véase, si no, el aprovechamiento que de ella hacen la Banca, las Aseguradoras y los Casinos. Si lo normal es que no pase nada se les cobra a todos la seguridad de la normalidad y se gasta un poco en cubrir las desgracias minoritarias que suceden. Si lo normal es que no toque vendo a todos por igual la esperanza de que toque y se reserva una mínima parte para pagar al agraciado.

Pero ante la inexorabilidad del destino del necesitado esta la higa que éste hace a su triste sino mediante el orgullo del remedo de la ley incontrovertible de que si algo puede suceder acabará sucediendo. Esa amenaza traducida en seguridad es la catarsis más inteligente que los pobres pueden realizar. No se dirá pues jamás: “Todo premio gordo caerá siempre en el número que llevo” -cosa por demás increíble- pero sí “cualquier batería de coche fallará a las doce de la noche en medio de una gran tormenta en el más inhóspito de los parajes de la geografía”, cosa que el mito sostiene como veraz en las tradiciones populares amplificadas por el lamento de los desgraciados repetido de boca en boca.

Evidentemente la desgracia con humor lo es menos y siempre se pueden encontrar agudas formulaciones para lo inesperado: “Cualquier permiso de conducir se vuelve invisible ante su requisitoria por parte de la autoridad competente en la carretera”. O bien:“Dado que cualquier tostada cae siempre del lado de la mantequilla ningún gato podrá caerse desde una altura si se le sujeta al lomo una tostada con la mantequilla mirando hacia arriba”.

Decididamente ante el hecho adverso al de abajo sólo le queda el humor, aunque sea humor negro.

18.8.08

Abrazando

Como mucho no tengo te doy lo que me falta.
Quiero que me lo abarques como si lo tuviera
y estuviera completo a falta de tu cuerpo.
Y es que me duele darme a partes sólo
cuando veo que aún queda un espacio
hasta alcanzar tu entraña
movido por la fuerza de nuestro mutuo abrazo.


15.8.08

Decir, decirse, decirte, decirnos

Atrévete a ponerle nombre -dijo.
Y pronunció “kutuna” muy despacio
y siguió luego con “maitea”.
Yo me quedé pensando en la palabra “amiga”
y después dije “amor”.
Volvió luego a mi mente aquel portento,
aquel maestro inmenso
remando con sus manos y su cuerpo
los versos de “Udeís” en la Odisea
o cantando a Catulo:
“Vivamus mea Lesbia atque amemus”.
Entrecerraba ya mis ojos “sueño”
y aún dos versos dentro me acunaban
con la voz de aquel otro profesor:
“infame turba de nocturnas aves”
y
“un no sé qué que quedan balbuciendo”.
Y luego hubo silencio
hasta que desperté con sobresalto
mientras atardecía en la palabra “mar”
con una mano acariciándome
y unos ojos limpios
mirando junto a mí conmigo
la inmensa lejanía de la olas.
Miré hacia arriba y dije “estrella”
y ella se calló asintiendo
y poniendo su nuca
contra la almohada leve de mis muslos
para mirar mejor.
Pensé en “contacto”
y supe que era tacto compartido
-mi mano me lo dijo.
Al fin me levanté sintiendo que quizá
-chi sà-
las palabras no son ni significan
mucho más que las personas, tan cercanas,
que a nuestro lado nos las pronunciaron
o nos miraron cuando las dijimos.

Así como abrazándonos.

13.8.08

Leyes no escritas, 11: La ley del mínimo esfuerzo

(Seré hoy en esta entrada más humorista, cínico e irónico que realista porque me duele especialmente en estos momentos el fracaso inmerecido e injusto de tantos como se esfuerzan en vano y la distancia a que se quedan quienes se enfrentan heroicamente a las discapacidades propias y de aquellos a los que quieren.)

Por más que unos cuantos esforzados se afanen en intentar el cultivo de ciertas habilidades mediante un esfuerzo sostenido lo cierto es que la inexorable y pedestre banalidad hace que el deporte más practicado sea el “sillón ball”y la cama el más agradable campo de deportes.

En vano el deseoso de conquistar más altas metas contemplará a los escasos corredores de entrambos crepúsculos braceando y jadeando por las calles y pistas de los parques. En vano se propondrán como héroes nuestros más famosos deportistas que tienen que entrenarse a diario para conseguir la forma adecuada. En vano se nos dirá que la escultural musculatura de los Stallone y Schwarzenegger sólo puede conseguirse con la esclavitud del máximo esfuerzo posible. La masa resignada de antemano a codearse con fondones, teleadictos y estructuras adaptables a la forma más cómoda de sus vehículos sabe que con solo que conserve una cierta habilidad en los dedos para apretar el botón adecuado o utilizar el papel higiénico -de momento- y una mínima movilidad de piernas para desplazarse hasta su amado turismo no necesita recurrir a antiguallas tales como andar y mucho menos correr (¿qué es eso?).

No es extraña esta ley en una sociedad en que el esfuerzo jamás es coronado por el éxito excepto en unos pocos casos que se conservan para demostrar que este sistema es buenísimo. Algo así como una táctica que los trepas alientan para llegar ellos sin esfuerzo los primeros mientras el resto se desloma por llegar después. Intente la siguiente prueba: detecte los puntos de espera más importantes del planeta: colas para conseguir entradas para un espectáculo excelente, turnos para solicitar empleos golosos, opciones para llevarse los artículos más rebajados...nunca llegará el primero. Usted estará quizás dos días antes en la cola pero suerte tendrá si consigue entrada, porque, de un modo inexplicable, las mejores y más numerosas están ya vendidas, los puestos óptimos están ya asignados y los más generosos recursos ya están distribuidos cuando se abre la ventanilla. Quizás haya unos pocos disponibles, pero esos son siempre para reventas y mafias con quienes hay que condescender par que no te sacudan.

Así que ¿para qué esforzarse? El cartel de “Reservado” o “Completo” es como el “inocente, inocente” con que los ilustres miembros de nuestra sociedad premian la credulidad de los bobos.

Así que esfuércense los otros para que los ingenuos no decaigan y dejen que la mayoría disfrute de su orondez sobre un sillón con todos los botones en su brazo, el móvil en el otro y el portátil sobre las piernas.

Conectado a internet, por supuesto.

11.8.08

La palabra exacta

Desde este vacío como nada
sin principio ni fin,
esperas que algún mundo vaya haciéndose
a partir del temblor de una palabra.
Ya lo has hecho muchas veces
y cinco te han venido al mismo tiempo:
espera, duda, ganas, sed, deseo.
Ninguna de ellas significa mucho
si lo que quieres es edificarlo todo
pero algo en tu interior te dice
que quizás luego habría de venir
una extraña palabra
que aún no sabes decir
y que por eso buscas.

8.8.08

Arena y tiempo

Justo es medir el tiempo con la arena.
Desierto, azar, indiferencia unidos.
El final de la roca es el desierto
como el fin de la vida es un azar.
Justo es que tanto tiempo condensado
devuelva al tiempo lo que el tiempo hizo.
La caída es albur,
el resto indiferencia.
El final, sin embargo, es ordenado:
una llanura en que posar los ojos


6.8.08

Leyes no escritas, 10: La ley de los grandes números


Al fin la solución. ¿Quién no se ha encontrado alguna vez en la engorrosa situacion de poner orden en el caos? Ese cuarto trastero en que vamos acumulando antiguas e inútiles lealtades, ese cajon de sastre en donde vamos echando lo que parece descabalado, ese conjunto de cuentas para las que no encontramos nombre y que llamamos “varios”.

En la organización social viene a pasar lo mismo, pero con la misma reflexión que cabe hacerse ante la injusta división de las personas en yo, tú y los demás. El salto del singular al plural es tan amplio casi como entre el plural y el infinito.

Así que no resulta extraño que a la hora de organizar un orden siempre acabe pasando lo mismo: cuatro o cinco cajones bien etiquetados para lo cercano y un inmenso almacén para lo restante. Si no somos capaces de poner un nombre o asignar una propiedad común a ese descomunal resto volveremos a la primera sensación de desorden que fue la que nos provocó la comezón de poner orden.

Mas hete aquí que la estadística, movida por la tenacidad de la tendencia humana al juego del azar, acaba descubriendo un comportamiento sorprendente de los sucesos que se repiten mucho: al final sus posibles resultados vienen a suceder el mismo número de veces. Lanzas un dado una vez y te puede salir cualquier número del uno al seis, pero si lo lanzas un millón de veces vienen a salir los seis números sobre poco más o menos lo mismo.

¡Voilà! Todo resuelto entonces también para las personas. Separas un generoso apartado para reyes, presidentes, jefazos y sus correspondientes apoyos y al residuo ingente de “no calificados” se les trata como a los números de una ruleta. Si no hay ningún cabecilla o revolucionario que incordia a los de los otros cajones y al que se le elimina directamente o sólo hay pequeñas turbulencias de mafias, bandas o tribus marginadas, al final las personas se acaban concentrando en muchos que comparten las modas, medias y medianas de una distribución normal en la que otros se apilan en los márgenes estrechos de la campana de Gauss sin la cual su tañido dejaría de ser melodioso en el ambiente.

Así pues, si los montones son comprensibles y entran dentro de esa aplastante lógica, no hay más que acumular gente, clientes, súbditos y esclavos para que su convergente comportamiento sea manejable.

Políticos, bancos y compañías de seguros saben que cuantos más, mejor. ¿Que hay muchos pobres? Pues se saca la media y todos ricos. ¿Que hay muchos descontentos? Pues una encuesta amplísima y todos contentos. ¿Que hay muchos accidentes? Pues marchando una esperanza de vida y todos felices.

Y así el que no ve el orden establecido es imbécil.

Y el que no se cree que eso es lo normal, un anormal.


Lo que pasa es que algunos sentimos el orgullo de ser imbéciles y anormales por mucho que otros se empeñen en hacernos un número perdido entre los valores de concentración y dispersión de una distribución normal.

Que, referida a personas es la menos normal de las distribuciones.


4.8.08

Deseo


Quiero que me recuerdes
como arcilla reseca,
como semilla hundida,
como trueno temblando en la espesura
y tú humedad, silencio o primavera.
Quiero que explotes como lágrima
sobre el mensaje que destilo
cuando pienso que explotas
como lágrima virgen en mi cuerpo.
Quiero que me contemples
como vaina de ojos en cuchillo
de mirada : deseo o agua,
como si yo no fuera
más que un sueño final y sin retorno.
Quiero que existas como si existiera
yo también en el sueño
con que tú te imaginas existir
si yo existiera y te escribiera
y te amara así como te digo ahora.


1.8.08

A quién

Ser otra vez de nuevo
con solos los recuerdos
que nos permitirían revivir
las horas preteridas
y las miradas cuyo brillo
no devolvimos nunca.
Es tarde ya y hemos perdido
la sed de conseguir
el tacto del abrazo
o la espontaneidad de la mirada.
Por eso acaso si olvidásemos
el peso de la carne contra el cielo
pudiéramos hallar a quien decir
los susurros que el alba nos murmura.
Tal vez también por eso
pudiéramos sentir lo que sentimos
y dejar suavemente nuestro beso
en la frente que sintiera
deseos de mirar junto a nosotros.
Y empezar otra vez
a pesar de los años y la vida.
Y mirar otra vez
con esperanza.