30.1.09
28.1.09
¿Crisis?
Hay palabras que, cuando se dicen, destruyen lo que quieren decir. Tal es el caso de la palabra “silencio”. Otras, como “presente”, no pueden decirse sin que la parte dicha sea pasado y lo que queda por decir sea aún futuro.
Pero, quizás como compensación, hay palabras que, cuanto más se explican más tienden a crear lo que significan. A mí me pasa con la palabra “bostezo” y con “prisa” y “nerviosismo”: cuantas más vueltas les doy más me provocan a abrir la boca, a angustiarme por falta de tiempo o a hacerme cada vez más irritable.
Quizás por eso nunca se me olviden los días que, hace ya mucho tiempo, pasé a solas en un inmenso pinar de la sierra madrileña en medio de terribles tormentas de verano. No dejaba de repetirme: “No digas miedo porque acabarás teniéndolo”.
Pues algo así sucede con la palabra “crisis”. Si se pronuncia se crea. No es de extrañar pues que tanto las entidades financieras como los gobiernos se nieguen a admitirlas en su vocabulario hasta que comprenden que es peor rehuirlas que emplearlas, mientras que la oposición política, los desajustados o los pescadores en aguas revueltas no paren hasta conseguir metérnosla por todos los bajos de nuestro consciente o subconsciente como medio para echar a unos para colocarse ellos.
Sin embargo es la verdad que siempre ha habido personas y entidades que pasaban por auténticas crisis mientras el sistema lo ignoraba desaprensivamente a fuerza de medias o de publicidades en que se mantenía que todo iba bien para que a los privilegiados les siguiera yendo tan bien como les iba.
Yo, la verdad, siempre me he considerado en crisis, en esa crisis que el Diccionario oficial define en quinto lugar como “juicio que se hace de algo después de haberlo examinado cuidadosamente” pero no como en la séptima que insiste en “situación dificultosa o complicada”.
Escéptico como soy ante todo lo impuesto y crítico de situaciones actuales tanto como de las anteriores, observo que hay en todo esto una enorme hipocresía: quienes nos obligaron a creer que los tiempos de vacas gordas habían llegado para quedarse sabían que vendrían los de vacas flacas pero aprovechaban para llenar sus graneros de lo que luego nos iban a vender a precio mucho más alto; quienes edificaban muchas más viviendas de las necesarias sabían que acabarían –tras forrarse- teniendo que comérselas con patatas cuando su compra dejara de ser refugio de aprovechados inversionistas; quienes rascaban los bolsillos de los incautos a fuerza de créditos fáciles sabían que un día esos incautos se darían cuenta de que no podían hacer frente a sus deudas y que ellos se resarcirían mediante embargos a ellos, a sus avalistas o a sus familias; quienes siempre quisieron provocar regulaciones de empleo y facilidad de despido esperaban el momento propicio para hacerlo con la menor respuesta posible por parte de los afectados; quienes nunca quisieron aumento de gasto público cuando eso mermaba sus beneficios privados sabían que conseguirían que se aumentara cuando eso les favoreciera…
En realidad tenían en su manga el as perfecto: los escudos humanos de todos los necesitados de trabajo y vivienda (me río yo de derechos que hay que mendigar y no tienen como contrapartida la obligación de nadie), es decir, de los que ya estaban en crisis suspendidos de un hilo y ahora lo están colgados por el cuello.
Así que ahora no creo mucho más de lo que ya sabía: que –de personas hablo, que es lo que me importa- los de arriba nunca estarán en crisis, aunque quizás ganen la mitad que antes, que siempre será infinitamente más de lo que ganaban quienes no ganaban nada; los de abajo, sin embargo, seguirán como antes rebuscando entre la basura o la chatarra y aferrándose al cobijo de un puente o de un cajero automático.
Los auténticamente afectados son los nuevos parados, esclavos de sus hipotecas, que ven como lo que les sirvió de garantía para endeudarse ahora no sirve para salir de ella. Uno de ellos –antiguo alumno mío, empleado en una empresa de seguridad privada- me decía hace un par de días: “Con eso de la crisis me han despedido y a los que quedaron les dijeron que tenían que renunciar a los días de trabajo de ocho horas y hacer todos los días jornadas de doce o dieciséis horas. Ahora dicen que ya no pueden más pero tienen que aguantarse”.
O sea, para unos igual y para otros más esclavitud y miseria que crisis.
Total, más de lo mismo con otros nombres. Los que ya lo sabíamos tenemos la esperanza de que nuestros representantes políticos, visto que el fuerte quiere estrangular al débil, se lo impidan por la fuerza en vez de darle dinero para que afloje su presión. Dejar que el tiempo haga que las inyecciones de liquidez surtan el efecto de amansar a los estranguladores es admitir la triste realidad de tantos estrangulados.
Y si eso provoca más despidos, sería el momento de dar trabajo a los parados donde se necesita: sanidad, enseñanza, justicia, seguridad ciudadana, investigación…
Y si eso significa más impuestos que nos hagan el cálculo de cuánto nos costaría entre todos y nos pregunten si lo aceptaríamos. A lo mejor no era tanto comparado con la desgracia que ya tenemos.
26.1.09
Amabilidad
23.1.09
Olvidadas certezas
21.1.09
Moros y cristianos
19.1.09
Del puzle al cuadro
16.1.09
Caminos, tiempos, lugares
14.1.09
Optimismo
12.1.09
Caricias
9.1.09
Musgo
7.1.09
El arte de lo posible
5.1.09
Permanencia
2.1.09
Sin tapujos
De ello hablaré tras intentar sentirlo.
A veces yo y a veces el actor
nos turnaremos a indagar por dentro
lo alto y lo profundo, piel y médula,
fuera y dentro, grandezas y minucias.
Lo que quede a la vista será así:
lo más difícil justamente sólo:
la escueta realidad, de tan sencilla,
con que las cosas pasan o se quedan
desde un rostro que mira atentamente
y luego se sorprende
de la facilidad
con que lo complicado va ocurriendo.