De soluciones y apariencias
Como hay que empezar con algo que llame la atención por aquello de la intriga que pudiera mover al lector a descubrir adónde el escritor quiere ir a parar, lo haré diciendo que en mi familia hay más médicos que miembros pertenecientes a ella. O casi, habida cuenta de las ex disgregadas de ella tras no pocas separaciones matrimoniales distribuidas generosamente entre ocho hermanos, todos varones. De todos modos, cualquiera sabe cómo habría podido llegar a ser la cosa con un padre médico y madre enfermera, el hermano mayor médico y casado con una médico, de no haber llegado yo, disidente como buen segundón, economista apóstata devenido en maestrillo contumaz, rompiendo la tradición familiar.
No eran infrecuentes las llamadas nocturnas a nuestra casa para requerir urgentemente los servicios de mi padre, pero recuerdo una de ellas, transcurridos ya más de cincuenta años de polvoriento arrinconamiento, porque, -según hizo constar mi madre a nuestra pregunta al no verle cuando nos levantamos para ir al colegio: “Le llamó a las tres un enfermo diciendo que tenía el ‘epiplon’ arrugado”. Yo, a pesar de mi corta edad pero con la curiosidad malsana de entrever gato encerrado en esa sospechosa palabra, me precipité a consultar el diccionario para comprobar decepcionado que el epiplón (que no epiplon) era un decepcionante repliegue del peritoneo sin otra connotación oculta. Cuando mi padre volvió, justo a la hora de comer, a tiempo de empezar la consulta en casa después de haber hecho las visitas a domicilio que tenía programadas, la conversación habitual de la comida sobre enfermedades, desastres, fallecimientos, operaciones y anécdotas clínicas se concentró en la pregunta de mi madre: ¿Qué pasó con el del “epiplon” arrugado de esta noche?
Y mi padre, con el cansado gesto del insomne resignado a la indiscutible razón del cliente, repuso: Todo quedó en nada. No tenía que haber ido, pero ¿cómo pierdo el tiempo preguntando a alguien angustiado que te llama a esas horas qué quiere decir con eso de “epiplon”? El caso es que cuando llegué se bajó los pantalones y los calzoncillos y dijo simplemente: ‘Mire usted, doctor? Ochenta y cinco años y ya ni se me endereza’. Yo le conforté diciéndole que la cosas son normales así con el paso de los años mientras me preguntaba cómo diantres esperaba tener sus atributos viriles una persona de su edad.
Cuando mi padre falleció, con tres años menos de los que yo tengo ahora, como si nunca hubiera sido médico ni nunca se hubiera cuidado la úlcera estomacal que le habría de llevar a la tumba, mi hermano mayor, recién acabada su carrera de medicina, se hizo cargo de su consulta con el espíritu de entrega y servicio que siempre había visto en nuestro padre. Dispuesto a ser honesto y sincero con sus enfermos, colocó sobre la mesa de su despacho el vademécum de productos farmacéuticos con objeto de recetar las medicinas más baratas, más asequibles y más eficaces de entre las disponibles. Luego se armó de paciencia para convencer a los recalcitrantes de que los antibióticos no sirven en caso de catarros, que para las malas digestiones a veces es mejor cambiar de dieta y que ciertos dolores se curan mejor con ejercicio que con fármacos.
Al cabo de un cierto tiempo pudo comprobar como su estrategia no tenía el éxito que se merecía y que a sus oídos llegaban comentarios del tipo: “Pues vaya médico que tiene que mirar en un libro las medicinas que receta”; “pues a mí me ha mandado sólo una aspirina”: “y a mí qué me vas a contar, que me ha dicho que se me pasará solo en unos pocos días”; “y yo ni te cuento: me ha dicho que lo de mi espalda no tiene remedio y que se puede aliviar con ejercicio”…
Visto lo visto, ante la tesitura de hacer como tantos médicos privados que recetaban sin dudarlo lo más caro que encontraban, que prescribían innumerables consultas para lo más nimio hasta que se curaba solo y atribuían luego el mérito de la cura a los meros placebos que recomendaban o que ponían cara siempre de saberlo todo donde no se sabía nada, pasó a dar clase a la Facultad de Medicina y sacó unas oposiciones a médico generalista para ejercer su profesión sabiendo que, por lo menos, ahorraba al erario público el coste de medicamentos caros tan eficaces como los baratos.
Cuando, muchísimos años más tarde, mi afición de mal cantante me llevó junto con mis compañeros masculinos de coral a cantar el coro de doctores de la zarzuela “El Rey que rabió” no pude evitar muchos recuerdos ante la letra de los sesudos doctores que tienen que dictaminar la posible rabia del perro:
Para ello le hacen la prueba del agua que el perro rechaza (signo de rabia, pero también de que el animalito no tiene sed). Luego analizan su decaimiento (debido, bien a la rabia o a que, sencillamente está cansado de tanto andar). La conclusión de tanta sabiduría es tan sorprendente como apabullante y firme: “Y de esta conclusión/ nadie nos sacará:/ que el perro está rabioso…/ o no lo está”.
Pues ahora veo que me he alargado mucho y no he llegado siquiera a lo que quería llegar. Porque, contra lo que pudiera parecer, no quería hablar de médicos, por cuya ciencia siento un infinito respeto, sino de economistas y políticos de los que ellos mismos hacen creer que tienen la solución a los problemas de los sufridos pacientes cuando no la tienen. Pero, claro, eso no lo pueden decir, ni desde el gobierno ni desde la oposición.
Y, claro también, como buen recalcitrante que soy y proclamo en mi perfil, no soy indiferente ante las posturas económicas y políticas: No tendrá nadie la solución, pero siempre mejor la que se fija en los muchos más débiles que en los pocos más encumbrados,
Aunque tengan la fuerza de su parte.