29.4.09

De soluciones y apariencias

Como hay que empezar con algo que llame la atención por aquello de la intriga que pudiera mover al lector a descubrir adónde el escritor quiere ir a parar, lo haré diciendo que en mi familia hay más médicos que miembros pertenecientes a ella. O casi, habida cuenta de las ex disgregadas de ella tras no pocas separaciones matrimoniales distribuidas generosamente entre ocho hermanos, todos varones. De todos modos, cualquiera sabe cómo habría podido llegar a ser la cosa con un padre médico y madre enfermera, el hermano mayor médico y casado con una médico, de no haber llegado yo, disidente como buen segundón, economista apóstata devenido en maestrillo contumaz, rompiendo la tradición familiar.

No eran infrecuentes las llamadas nocturnas a nuestra casa para requerir urgentemente los servicios de mi padre, pero recuerdo una de ellas, transcurridos ya  más de cincuenta años de polvoriento arrinconamiento, porque, -según hizo constar mi madre a nuestra pregunta al no verle cuando nos levantamos para ir al colegio: “Le llamó a las tres un enfermo diciendo que tenía el ‘epiplon’ arrugado”. Yo, a pesar de mi corta edad pero con la curiosidad malsana de entrever gato encerrado en esa sospechosa palabra, me precipité a consultar el diccionario para comprobar decepcionado que el epiplón (que no epiplon) era un decepcionante repliegue del peritoneo  sin otra connotación oculta. Cuando mi padre volvió, justo a la hora de comer, a tiempo de empezar la consulta en casa después de haber hecho las visitas a domicilio que tenía programadas, la conversación habitual de la comida sobre enfermedades, desastres, fallecimientos, operaciones y anécdotas clínicas se concentró en la pregunta de mi madre: ¿Qué pasó con el del “epiplon” arrugado de esta noche?

Y mi padre, con el cansado gesto del insomne resignado a la indiscutible razón del cliente, repuso: Todo quedó en nada. No tenía que haber ido, pero ¿cómo pierdo el tiempo preguntando a alguien angustiado que te llama a esas horas qué quiere decir con eso de “epiplon”? El caso es que cuando llegué se bajó los pantalones y los calzoncillos y dijo simplemente: ‘Mire usted, doctor? Ochenta y cinco años y ya ni se me endereza’. Yo le conforté diciéndole que la cosas son normales así con el paso de los años mientras me preguntaba cómo diantres esperaba tener sus atributos viriles una persona de su edad.

Cuando mi padre falleció, con tres años menos de los que yo tengo ahora, como si nunca hubiera sido médico ni nunca se hubiera cuidado la úlcera estomacal que le habría de llevar a la tumba, mi hermano mayor, recién acabada su carrera de medicina,  se hizo cargo de su consulta con el espíritu de entrega y servicio que siempre había visto en nuestro padre. Dispuesto a ser honesto y sincero con sus enfermos, colocó sobre la mesa de su despacho el vademécum de productos farmacéuticos con objeto de recetar las medicinas más baratas, más asequibles y más eficaces de entre las disponibles. Luego se armó de paciencia para convencer a los recalcitrantes de que los antibióticos no sirven en caso de catarros, que para las malas digestiones a veces es mejor cambiar de dieta y que ciertos dolores se curan mejor con ejercicio que con fármacos.

Al cabo de un cierto tiempo pudo comprobar como su estrategia no tenía el éxito que se merecía y que a sus oídos llegaban comentarios del tipo: “Pues vaya médico que tiene que mirar en un libro las medicinas que receta”;  “pues a mí me ha mandado sólo una aspirina”:  “y a mí qué me vas a contar, que me ha dicho que se me pasará solo en unos pocos días”; “y yo ni te cuento: me ha dicho que lo de mi espalda no tiene remedio y que se puede aliviar con ejercicio”…

Visto lo visto, ante la tesitura de hacer como tantos médicos privados que recetaban sin dudarlo lo más caro que encontraban, que prescribían innumerables consultas para lo más nimio hasta que se curaba solo y atribuían luego el mérito de la cura a los meros placebos que recomendaban o que ponían cara siempre de saberlo todo donde no se sabía nada, pasó a dar clase a la Facultad de Medicina y sacó unas oposiciones a médico generalista para ejercer su profesión sabiendo que, por lo menos, ahorraba al erario público el coste  de medicamentos caros tan eficaces como los baratos.

Cuando, muchísimos años más tarde, mi afición de mal cantante me llevó junto con mis compañeros masculinos de coral a cantar el coro de doctores de la zarzuela “El Rey que rabió” no pude evitar muchos recuerdos ante la letra de los sesudos doctores que tienen que dictaminar la posible rabia del perro:

Para ello le hacen la prueba del agua que el perro rechaza (signo de rabia, pero también de que el animalito no tiene sed). Luego analizan su decaimiento (debido, bien a la rabia o a que, sencillamente está cansado de tanto andar). La conclusión de tanta sabiduría es tan sorprendente como apabullante y firme: “Y de esta conclusión/ nadie nos sacará:/ que el perro está rabioso…/ o no lo está”.

 

Pues ahora veo que me he alargado mucho y no he llegado siquiera a lo que quería llegar. Porque, contra lo que pudiera parecer, no quería hablar de médicos, por cuya ciencia siento un infinito respeto, sino de economistas y políticos de los que ellos mismos hacen creer que tienen la solución a los problemas de los sufridos pacientes cuando no la tienen. Pero, claro, eso no lo pueden decir, ni desde el gobierno ni desde la oposición.

Y, claro también, como buen recalcitrante que soy y proclamo en mi perfil, no soy indiferente ante las posturas económicas y políticas: No tendrá nadie la solución, pero siempre mejor la que se fija en los muchos más débiles que en los pocos más encumbrados,

Aunque tengan la fuerza de su parte.

27.4.09

La tristeza del museo


Pájaros o mosquitos las palabras
cuando dejo mis párpados cerrados
y me deslizo al borde tembloroso
en que vigilia y sueño se confunden.
Su cuerpo inconfundible, denso y claro
golpea los cristales de lo incierto
en que apoya mi frente la espera de su asombro.
A veces una sola se destaca,
otras me asaltan en tropel confuso.
No sé si yo las llamo o si me llaman,
lo que sí sé es que cuando intento
dejarlas como base de algún verso
me siento un entomólogo cruel
pinchando su belleza sobre un corcho
en vano intento de guardar su cuerpo
sin conservar su vuelo,
o retener el mío
sin dibujar mi asombro.

24.4.09

Día del libro con rosas


Llegar al borde y no pasar de ahí.
Simplemente mirar, quedarse quieto
mientras del otro lado llegan signos
que mojan corazón y mente y cuerpo.
Tu nada más te abres y lo aceptas
y pasas el testigo a quienes quieres.
Así de simple, así de claro y llano.
Y el signo no es derrota ni victoria
ni hiere a unos por salvar a otros.
Hoy es fácil: un libro y una rosa.
O desde aquí, más limpio todavía:
las letras de estos versos y el aroma
de un pétalo de rosa dedicándolos.

22.4.09

La trampa de la normalidad

Todos conocemos personas de natural afable, abierto, comprensivo y bromista. Igualmente sabemos de otras serias, hurañas, distantes y autoritarias. Uno de los secretos de la amistad es el identificarse con el modo habitual de ser de estas personas y compartir los momentos en que se muestran como normalmente son mientras que sabemos que los periodos de comportamiento diferente son pasajeros y dependen de circunstancias que les afectan pero que no les cambian el carácter.

Siempre me ha llamado la atención a lo largo de mi dilatada experiencia como profesor la capacidad de los alumnos para detectar y aprovechar esa diferencia sabiendo que los primeros algunas veces se enfadan o se muestran preocupados y distantes pero que, tras un periodo de tiempo más o menos largo acaban volviendo a su habitual y cercano comportamiento. Igualmente saben que los segundos muestran momentos de mayor cercanía y apertura pero que cualquier circunstancia les moverá al normal rigor que les caracteriza.

Lo mismo puede decirse con respecto a los periodos de tiempo: los hay de relajamiento, ocio o diversión y los hay de trabajo impuesto, dedicación forzada o implicación sacrificada. Todos saben que para unos hay momentos de recreo y distensión que acaban irremediablemente en clases, estudios o trabajos mientras que para otros hay momentos de trabajo que dejan paso, tras un cierto paréntesis, al ocio, al regodeo o a la dedicación a sus aficiones.

Por eso quienes, por mandato democrático o por imposición totalitaria, quieren organizar los grupos, las sociedades o las naciones se esfuerzan por apropiarse de una pretendida normalidad para dosificar las medidas reguladoras del resto con objeto de adaptarlo a dicha normalidad. Quienes creen que lo suyo es que sea el sector privado quien dicte las normas de convivencia socioeconómica verán como excepcional la intervención del sector público; quienes, por el contrario, entiendan que la economía debe ser fundamentalmente pública dejarán al sector privado sólo el espacio que quede tras garantizar que nada afecte a los derechos imprescindibles acordados.

De ahí la importancia por conseguir el dominio sobre un concepto de normalidad que favorezca las propias convicciones o los propios intereses. La forma matemática de la distribución normal es la de la llamada campana de Gauss en donde la inmensa mayoría de los casos se concentra alrededor de lo más frecuente (la moda), del punto en que hay tantos por encima como por debajo (mediana) o del punto con respecto al cual cualquier diferencia por arriba se compensa con otra por abajo (media). Por supuesto que los casos alejados son una minoría aceptada como extrema y excepcional con unos valores de medidas de dispersión (desviación típica, varianza o recorrido)  que no superen ciertos límites.

La trampa a la que alude el título es asignar ese concepto matemático intuitivo de normalidad a la propia idea fundamental que define a un partido o a un grupo cualquiera. Automáticamente queda ya definido lo normal y lo excepcional: para un liberal lo normal es la libertad de empresa privada y lo excepcional la intervención del Estado, justamente lo contrario que para un comunista o socialista clásico. Hay grupos religiosos que toman como norma lo que entienden que es palabra revelada de Dios (y la hacen coincidir con leyes naturales inmutables o con Sharías o leyes sagradas) y como excepción lo que esa palabra ha dejado como opinable. Por supuesto que esto se puede aplicar a nacionalistas, anarquistas o cualquier partidario de cualquier imaginable  –ismo.

Si todo se redujera al ámbito teórico no habría excesivos problemas, pero la práctica hace que la realidad sea mucho más delicada porque la idea de lo normal implica la definición de variables sobre las que se puede actuar y de parámetros intocables. Eso es mucho más claro en momentos de crisis: los salarios de los trabajadores, el número de puestos de trabajo, el gasto público, los impuestos, las prestaciones sociales, los subsidios … es normal –para unos- que disminuyan mientras que el sueldo de ejecutivos y de altos políticos, el margen de beneficios de las grandes empresas, los precios de los productos, la libertad de contratación de trabajadores, la seguridad de sus activos… no admiten ni la más mínima intervención si no es como aval o prestación estatal que garantice la confianza de sus clientes.

Yo, como irremediable contestatario que soy, miro con enorme suspicacia el concepto de normalidad que habitualmente dejan caer por su propio peso todos los medios de comunicación y las instituciones oficiales en donde unos son grupos aceptados prosistema y los oponentes, extremistas grupúsculos antisistema. Dudo que sea normal una distribución en que se nos dan medias que nos colocan a una altura aceptable y se callan su desajuste con el valor más frecuente o el desequilibrio de los numerosos valores por debajo con respecto a los escasos valores por arriba así como las innumerables y abultadas excepciones de hirientes marginados.

Tengo como irrenunciable mi propio concepto de normalidad donde lo normal es que todos contribuyamos a través de un sector público (que no nos regala nada sino que administra en beneficio de todos lo que le confiamos)  a la satisfacción de los derechos básicos al trabajo, a la vivienda, a la educación, a la salud y a la seguridad. Y, la verdad, no veo el modo en que un sector privado, guiado por un justo deseo de beneficios máximos sea de fiar en cuanto a la satisfacción de esos derechos. Más bien parece que uno tenga que mendigar unos derechos que debieran serle debidos en vez de vendidos.

Siempre recordaré cuando me contrataron en el último colegio en el que habría de permanecer treinta y cuatro años hasta mi jubilación. Me propusieron prolongar el horario de mis clases con actividades extraescolares y yo me negué recurriendo al dicho latino: “primum vivere, deinde philosophare”, lo primero es vivir y luego el filosofar. Quien me lo propuso dijo: “Pues por eso justamente. Tú primero ganas todo lo que puedas y luego lo inviertes en tu tiempo libre”. Yo le dije entonces: “Pues por eso, justamente. Yo primero establezco mi tiempo libre y luego gano lo necesario para mantenerlo”.

Claro que por eso jamás he sido considerado como una persona normal.

20.4.09

Lucha por la paz


No se nos dieron armas suficientes
para esta dura lucha en la que andamos inmersos.
Sobre todo la del valor más alto
de abandonarlas todas en caso de peligro
de engañarnos creyendo
que la razón está del lado del más fuerte
o de tener la guerra preparada
cuando queremos paz
o de caer en el inmenso error
-por lo irreparable-
de confundir defensa con ataque.

17.4.09

Lo excepcional


Me he encontrado una vez con lo sublime,
muy pocas con lo inmenso
y aún más raramente con lo eterno.
Pero, una vez dejado dicho esto,
me queda la gran duda
de si aquel panorama de los Alpes
o el día amaneciendo desde el mar
o la yunta de bueyes arrastrando
su carreta en la tarde polvorienta
serían lo sublime o lo inmenso o lo eterno
o más bien la ceguera de mis ojos
abiertos en inverso parpadeo
en un encuentro con aquel paisaje,
con un cierto momento o un instante.
Centellas que aparecen en la vida
y no te dejan tiempo ni siquiera
para fijar la escena,
para pedir un único deseo,
para plantar tu tienda.
Y mucho menos te permiten
encontrar la manera de escribirlo.

15.4.09

De superficies y fondos

Un francés y un español (o un martiniqués y un argentino) discutían sobre su idioma. El hispanoparlante argumentaba al francoparlante: “Que llaméis al pan, pain o al vino, vin pase, pero que llaméis fromage al queso cuando todo el mundo ve que huele, sabe y tiene forma de queso es ya pasarse”.

El chiste siempre fue un modo muy bueno de acercarse a la realidad. Quizás porque nos enfrenta a la sorpresa de lo inesperado cuando lo que se esperaría es algo muy distinto. En este caso patente, cuando dos discuten sobre la bondad de su punto de vista quedándose sólo en la superficie de lo que se dice sin entrar en su fondo, o sea, dando ya por supuesto que su punto de vista –su idioma- es de antemano mejor y que el del contrincante es una concesión, se ve con toda claridad que lo que parece un diálogo es en realidad un monólogo y que cualquier discusión sobre tales premisas es una pérdida de tiempo.

La democracia (sin discutir su enorme ventaja sobre los totalitarismos), especialmente la bipartidista, corre siempre ese peligro de que gobierno y oposición se pasen el rato con el monólogo aburrido e inútil de dar por supuesto que su sistema es mejor y juzgar desde ahí las medidas del oponente como inferiores o malas.

Tan es así que, cada vez que ocurre alguna noticia, es posible entretenerse en adivinar los comentarios del gobierno y de la oposición y comprobar la previsible colocación de los peros y de los aunques, la secuencia de aseveraciones y negaciones, el empleo del “y vosotros, más” o del “se veía venir” o del “ya lo habíamos dicho”. En realidad no se  equivocaría nadie mucho, lo mismo que no suelen equivocarse los que saben de antemano los resultados de todas las sesiones de las cámaras parlamentarias.

A veces me gusta fantasear con la idea de eliminar las cámaras y a los parlamentarios y dejar sólo un representante de cada partido a quien que se le atribuiría un peso de opinión proporcional al número de votos obtenidos (y no de escaños, para ser más justos). Así –al menos mientras no se votara a personas en vez de a partidos y hubiera libertad de voto- nos ahorraríamos el gasto de dinero y tiempo que supondrían tantas discusiones monologadas y votaciones sólo sujetas al azar de errores o inasistencias.

Y todo ello por no ir al fondo de la eficacia de cada sistema en vez de a la superficie de publicidades y contrapublicidades con las que se quiere conseguir votos como quien gana clientes. Ya me gustaría que, para variar, se entrara en el fondo de la bondad absoluta o relativa de un enfoque socialista, comunista, liberal, anarquista, nacionalista, intervencionista, privatizador,  nacionalizador o de cualquier otra ideología real o imaginable en vez de aplastar al respetable con secuencias interminables de “dijiste”, “dije”,  “te fuiste”, “te quedaste”, “hiciste”, “recurriste” o "veremos".

Y es que, a fin de cuentas, parece que toda esta superficialidad se mantiene porque da sensación de libertad donde está ya todo decidido.

Y siempre en beneficio de los mismos.

13.4.09

Sed de dentro


Fuera el aire tu cuerpo y te alentara,
tu cercanía el agua y te bebiera,
tu corazón la fruta que mascara,
el calor toda tú que yo enfriara.
Como no eres ni aire
ni agua ni fruta ni calor
ni puedo respirarte ni beberte
ni comerte, fundirte o enfriarte
te abrazo, toco, beso, palpo y mido
mientras te pido ansioso que a tu vez
me abraces, toques, beses, palpes, midas.
Seguiremos estando fuera ambos
pero no quedará sin recompensa
la sensación más íntima
de sentirnos por dentro:
ardor, latido y estremecimiento:
la forma de una sed que no se apaga.

10.4.09

Viernes Santo


Sorprende esta conmemoración
de un vulgar y burdo asesinato
por cuanto un religioso tribunal
sentencia a alguien por decir yo soy
lo mismo que hace tiempo hiciera un dios
ante una zarza ardiendo
pero luego le acusan de rebelde
ante la competente autoridad
civil y militar bajo amenaza
de prevaricación y de deslealtad
con quien le colocara en su alto cargo.
Murió de muerte horrible, como tantos,
como, sin ir más lejos, dos ladrones
a quienes hubo que asfixiar bajo su propio peso
rompiéndoles las piernas
para que no mancharan el shabbāt
con su terca agonía escandalosa.
Murieron muchos por absurdas leyes
que, por lo que parece, mancillaban
la presunta pureza de dioses y profetas
(y más que de los dioses, de sus intermediarios).
Debiera ser lo justo ahora
denunciar estos hechos de leyes inhumanas,
de abusos de poder,
de absurdos privilegios de unos pocos
sobre la vida y muerte de los muchos,
de dioses implacables
que medran como moscas en la mierda
en muchas religiones y totalitarismos
en vez de celebrar la sangre injusta
como un baño de masas en más sangre.

8.4.09

Al final, “carchuto”

Es de todos conocido el chiste del palurdo recluta a quien nadie era capaz de hacer pronunciar correctamente la palabra cartucho y al que se le asigna un instructor en exclusiva para lograrlo. Pasado un largo tiempo, dicho instructor informa a sus superiores: “Mi General, le comunico que mi alumno ya ha aprendido a decir correctamente carchuto”.

O, en otras versiones, aunque la m con la o es mo y la t con la o es to, todo junto es “amoto”; o bien, aunque Lázaro anduvo jodido algún tiempo después de ser resucitado, al final “andó” bien.

Mi experiencia dilatada como profesor u observador del idioma también me confirmó que al emplear el pasado “anduvo” suele haber quien considera que es un modo cursi de decir “andó” o que, incluso entre compañeros profesores, se descubre muy tardíamente que no es correcto decir “mastondote” ni “Trogoldita” por mastodonte y troglodita. También, como alumno, recuerdo a mi antiguo profesor de literatura que había emprendido una cruzada contra el anglicismo “control” pero acabó muriendo en plena campaña cuando ya la RAE había aceptado la dichosa palabrita y cuando ya sus alumnos estábamos hasta el gorro de sus esfuerzos.

La verdad es que el idioma está lleno de esas rendiciones de palabras y frases sin las cuales aún seguiríamos hablando latín o un idioma común indoeuropeo.

El esfuerzo de todos los buenos escritores de todos los idiomas ha acabado haciendo a la postre una honda división entre el lenguaje literario y el vulgar o coloquial. Las actuales Academias de los diversos lenguajes logran mantener a duras penas la pureza de palabras y construcciones sin mucho más éxito que rendirse ante la tenacidad de la corrupción cuando ya nadie sabe que, por ejemplo, cocodrilo es a “crocodilo” como “Grabiel” es a Gabriel.

Hoy día la presión viene agravada por la innovación de quienes buscan un modo particular de expresarse para distinguirse de otros grupos a base de inventarse su propia jerga (tronco, tío colega) si se trata de jóvenes o de  informáticos (resetear, botar, bajar o bloguear). Mención aparte merecen los publicistas, presionados por las empresas que los contratan, que han logrado prolongar hasta el infinito la secuencia de superlativos, la gama de los colores, las bondades  de los materiales y la cantidad de los nombres pretenciosamente cultos inventados sobre los ya existentes.

No es extraño que en este contexto me haya encontrado con ejercicios escritos en los que la materia se divide en sólida, líquida y “casera” al tiempo que los llamados gases se caracterizan por estar llenos de burbujas o que es poco fino hablar de “cascadas” de ríos o de “corridas” de toros. Al final resulta que sólo los ignorantes llamábamos cinta adhesiva transparente al “celo” o cacao soluble al “colacao”. Como con  “tebeo”, “cómic”, “aspirina” o “fútbol” la batalla está perdida para satisfacción de ciertas marcas, diga lo que diga la Academia.

Como el estraperlo jamás volverá a Strauss y Pearl ni bigote a bij Gott ni Mambrú a Malborough ni brindis a bring dir´s ni sorchi a soldier tampoco muy bueno reemplazará a super ni habrá quien devuelva su prístina limpieza a las hostias, a los casquetes polares, a las pollas a las zorras y a las perras.

Porque al final, todos “carchuto”

6.4.09

Poesía o cuento


Nada más puedo hacer que contar lo que veo,
Así que eso hago: miro y callo.
Si luego, tras un rato, logro enlazar palabras,
aunque sea en desorden, y lo escribo
con la forma de ovillo irresoluble de la que soy testigo
entonces hallo a veces un posible poema
en el que no resuelvo nada
ni nada nuevo aporto.
Sencillamente digo lo que he visto,
muestro las cartas tras el juego
como parte del juego y sin saber si gano.
Quizás la poesía sea eso:
el temblor que nos queda tras contar,
el tono más agudo dilatado
pendiente en nuestros labios después de la pregunta,
el espacio de duda previo al final del juego,
la espera emocionante a la que acaso siga
algún posible encuentro emocionado.
Si alguna vez tras algún tiempo vuelvo
sobre estas líneas que ahora escribo
y encuentro el cuento de lo que entonces vi
como si fuera entonces
acaso cierre el círculo
que ahora dejo abierto sin saber
si esto es un poema o si es un cuento.

3.4.09

Ínfimo o sublime


Dicen que es capital lo muy importante,
aludiendo, quizás, a la cabeza
como parte esencial de nuestro cuerpo.
Lo pienso detenidamente
mientras voy comprobando otras palabras:
cordial, estomagante, visceral o entrañable.
Extraña la manía de ensalzar lo de arriba,
que es sin duda superior,
humillando de paso a lo de abajo
como le toca siempre a lo inferior.
Entre lo cerebral y lo pedestre
queda en duda el papel de lo de en medio
y en vez de los pecados capitales
me sonrío llamando a algunos cojonudos
o aplicando a virtudes cardinales
el justo apelativo de jodidas.
En medio la virtud
sin ser nunca extremistas.
Y mejor radicales
que no de los que se andan por las ramas.

1.4.09

Los indigentes (2)

Hace ya tiempo que dediqué una entrada a los indigentes 
Con la que está hoy cayendo a lo largo y ancho de nuestro achatado planeta (y no hablo de los polos sino del cada vez más estrecho espacio de los muchos pobres y la imparable holgura del de los pocos ricos) podría parecer de mal gusto incidir en una visión humorística de la miseria.
Ni que decir tiene que me tengo por persona enfermizamente escorada del lado de los necesitados y orgullosamente parcial con respecto a cuantos se ven afectados por cualquier tipo de marginación, pero, como buen lector de la novela picaresca de nuestro siglo de oro y atento observador de los márgenes en que se hacinan los marginados, no puedo evitar la tentación del humor negro, de la catarsis que supone el valor de una sonrisa cuando la excesiva seriedad sólo añade sufrimiento a la inutilidad.

Pasaba delante, una vez más, del mendigo que entonces citaba en segundo lugar cuando, de repente, vi un día que ocupaba su lugar un subsahariano armado de un ejemplar antiguo de La Farola y una inmensa sonrisa, por cuya exhibición ya merecía cobrar un sueldo lo mismo que cualquier artista por su fama, mientras que el titular del espacio de mendicidad a las puertas del supermercado subía en el escalafón hasta el interior del bar de al lado donde ocupaba una mesa con su cafetito caliente, su reproductor mp3 al oído y su libro de lectura ante sus ojos, pendiente al tiempo de ayudar a sacar el carrito a los clientes habituales que le dejaban la moneda al devolverlos a su sitio.
No sé por qué me vino a las mientes el recuerdo de un anuncio -sin duda más falso que una moneda de madera- que rezaba de esta guisa:
 "Varón con leve defecto físico que no le impide reptar busca relaciones serias y estables con mujer joven, guapa y acaudalada".
También recordé la viñeta antiquísima y perfecta de Mingote en la que se veía a dos astrosos mendigos mirando al fondo de una alcantarilla sin tapa mientras uno le decía al otro: "Mira como riela la luna allí abajo".

Así que partiré del mendigo número tres allí citado, con su reclamo en cartón de pobre exhibiendo sus mayúsculas vacilantes: : "No le engañaré. Pido para vino que para mí es más necesario que las ganas de comer que no me dejan".
Me imaginé entonces (mi profundo respeto aquí a todos los necesitados para que no parezca cruel lo que es sólo divagación jocosa sobre un fondo de amargura e impotencia) para imaginar nuevos reclamos ampliados a los ángeles caídos desde otras esferas más opulentas:
"Estoy en paro, sin recursos y me muero de hambre pero lo que quiero es follar. ¿Alguna idea?"
"Hoy ni siquiera pienso en los míos que pasan triste necesidad. Imagínese lo mal que lo estoy pasando por no poder beber ni fumar que hoy pido sólo para mí"
"Peno aquí, más por lo que jode esto/ y lo incómodo que me encuentro ahora/ lejos de mi chabola/ y helándome el muñón del pie perdido/ que por no estar viviendo/ vuestra mísera vida que aborrezco".
"Si no me socorre lo sufriremos dos: yo mismo y el que tengo contratado para pedir por mí, al que tendré que despedir si su generosidad no lo remedia".
"Una limosna, por favor. English spoken. VAT refunded"
"Mejor pedir que despedir. Sea solidario con mis empleados".
"Se aceptan American Express, Visa y MasterCard."
"Miseria oficial. Doy factura para desgravar a Hacienda".
"Si necesita factura dígalo antes del óbolo"
"Acepto moneda extranjera y Títulos de Deuda Pública".

Muchos más podrían inventarse, tantos acaso como vemos en la publicidad agresiva, en los atestados buzones de nuestras casas, en las impertinentes llamadas a todas horas a nuestros teléfonos fijos o móviles. Si nos fijamos bien veremos las infinitas formas de pedir que usan a los más necesitados para dejarles sus miguitas y obtener clientes.
O crean las necesidades para ofrecerse luego a satisfacerlas.
O se presentan como salvadores del planeta u onegés cuando son en realidad Bancos o Cajas de Ahorro o compañías eléctricas.
O son, lisa y llanamente, mafias.

Ojalá algún días sean sólo tan personajes literarios como el Lazarillo de Tormes o Guzmán de Alfarache.