Tierra, trágame.
Habría para llenar un libro rememorando la enorme cantidad de meteduras de pata, de ridículos espantosos, de despistes imperdonables o situaciones tragicómicas que nos han sobrevenido o que hemos propiciado. Pocos se habrán librado del desastre de la cremallera bajada en los momentos menos adecuados, del descosido inoportuno, de involuntarias y sonoras flatulencias, de calcetines de colores diferentes, de la palabra con doble sentido en el que no caímos, del desastre de confundir a la hija con la madre, de aludir desconsideradamente a ausentes que resultaron presentes o de cualquiera de las infinitas formas de mentar la cuerda en casa del ahorcado.
Quizás no venga mal incidir hoy a modo de sano ejercicio catártico en medio de tanta seriedad como suelo destilar en mis entradas habituales por aquí en ese tema que, a buen seguro, podrá reconciliarnos con sencillos y amables aspectos de nuestra humilde personalidad. Y lo haré con un suceso real acaecido a un antiguo compañero al que, si aún viviera, le habría gustado saber que alguien todavía lo recuerda.
Eran tiempos duros en los que profesores y alumnos andábamos enzarzados en las inevitables trifulcas con que aquellos pretendíamos imponernos –el poder nos asistía- a la táctica de guerrillas con que éstos intentaban, no tanto minar nuestra voluntad cuanto ejercer su derecho al pataleo. Habituales eran las pintadas en los servicios alusivas al “Chepa” - odiado profesor que se jactaba de aplicar técnicas terroríficas a todos los casos de dislexias o tartamudeces- o los bolígrafos abandonados dentro de radiadores donde habrían de fundirse irremediable y apestosamente en los momentos más inoportunos. Uno se podía encontrar con una cebolla en el tubo de escape del coche tanto como con una lagartija en el cajón de la mesa, una bomba fétida “abandonada” sobre la silla en la que habría de sentarse o un unte imprevisto sobre el pomo de la puerta que habría de agarrar.
Así que no fue extraño que mi malogrado compañero se encontrase con que algún miembro de la resistencia le había supuestamente atascado las puertas de su vehículo con alguna suerte de palillo, plastilina o sustancia de probada consistencia como para que la llave se negara a entrar en modo alguno. Todos sus intentos resultaron inútiles para abrir las puertas del coche, así que, ante la desesperación de lo irremediable no se le ocurrió sino la extrema solución del peñasco contra el cristal del lado del conductor.
Dicho y hecho. Armado con poderoso adoquín y animado por la fuerza que la ira suele añadir al orgullo despechado, golpeó violentamente el vidrio tenaz hasta reducirlo a fragmentos que se diseminaron estrepitosamente por el interior y por los aledaños del coche,
Tras el acceso a la apertura interna de la puerta se colocó en posición de salida tan vertiginosa como colérica. Metió la llave de contacto…y… ¡qué rayos! también estaba atascada la cerradura del arranque, movido el retrovisor, cambiadas las alfombrillas, descolocada la documentación, cambiada incluso…
¿Documentación cambiada? ¡Por todos los diablos! Como nuevo Pablo de Tarso derribado por rayo celestial, mi buen amigo lo comprendió de golpe: había confundido su coche –mudo y sarcástico espectador del suceso a corta distancia del violentado, prácticamente idéntico al suyo.
Pero tamaño error no habría de superar el máximo desastre.
De ello se apercibió cuando vio al atónito y aterrado legítimo dueño del vehículo intentando avisar a alguien que llamara a la policía para notificarles que le estaban intentando robar el coche.