De acuerdo.
Son palabras que el uso, la historia o el tema han hecho incorrectas y vergonzantes. Unas porque aluden a órganos o funciones estrictamente privadas, otras porque se aproximan peligrosamente a lo religiosamente innombrable o lo políticamente incorrecto. En todos los casos vienen a explicitar impúdicamente lo que decididamente es asunto de alcoba, retrete u oratorio.
Sin embargo, o quizás por ello, sería hipócrita no reconocer con qué majestuosidad y contundencia dichas palabras llenan la boca y liberan las tensiones. ¿Quién de cuantos fueron educados en la cultura del silencio del “eso no se dice” no ha dicho en secreto esas mágicas palabras sólo por probar, como Adán y Eva en el Paraíso, el poder de la ciencia del bien y del mal?
No nos engañemos. Por más que esas palabras –más que palabras, palabrotas- sean relegadas del lenguaje culto tienen una entidad propia que las hace, sobre catárticas, semánticamente imprescindibles: Obsérvese la gradación solemne, la trasgresión del límite, la erección hasta los aledaños del orgasmo verbal de esos grados de comparación con que solíamos dejar boquiabiertos a la pacata audiencia: “bueno, mejor, óptimo y cojonudo; malo, peor, pésimo y jodido...”
Nunca se me olvidará la contundencia con que un alumno mío –algo deficiente el pobre- hace ya bastantes años requirió mi ayuda en un recreo: “Profe. El bola m’a dao una hostia”. Como cabe esperarse de la resignada paciencia de un profesor le dije: “Hombre, querrás decir que te ha dado un golpe”. Pero él, impertérrito, insistió. “No, profe. Primero me dio un golpe, pero luego m’atizó una hostia”. Y es que, claro, lo mires por donde lo mires, no es lo mismo un golpe que una hostia.
Con igual aplomo y no menor sabiduría, un compañero mío de profesión se expresaba así en una reunión de profesores en la que se nos pedía hacer un informe detallado de cada alumno de nuestras respectivas tutorías: “Ningún informe puede ser detallado mientras no pueda escribir de algunos que son unos gilipollas”.
Sinceridad ante todo. Como la fama o el mito transmitido por los alumnos de COU sobre el famoso profesor Miguel “el guarro”, así llamado por la inveterada costumbre de dejar caer la chaqueta al suelo con el sabroso y repetido comentario: “¡Vaya! Tampoco hoy han puesto aquí una percha”. Entre las infinitas anécdotas que se le atribuían estaba esta perla: “No soporto las pijaditas. Háganme una putada gorda, porque las putadas molestan, pero las pijaditas joden”. O bien esta otra: “¡Váyase a la puta calle y cáguese en mi padre, pero, por favor, no dé un portazo al salir”.
La historia de la literatura ha sido constante en valorar hasta el sentido poético del taco. Empecé a descubrirlo cuando cayeron en mis manos las poesías completas, siempre censuradas, de Quevedo o aquellos versos del inefable Catulo expresando su desprecio a sus enemigos: “Pedicabo vos et irrumabo” (Os daré por el culo y por la boca).
No le demos vueltas: un díptero testicular jamás será una mosca cojonera.
Y, ya para terminar, permitidme que os traiga un poema antiguo mío con el que procuraba en su día conjurar con buen humor las amenazas de depresión que con frecuencia nos invaden a los sufridos maestros.
Con cuánta pena, hijo, tantas veces
veo a personas regañando a un niño
que, cuando quiere deponer sus heces
dice: "Profe. Me cago ya y me jiño".
Aprende tú, para que nunca llores
a saberlo decir de mil maneras:
"¿Puedo ir a abonar las lindas flores?
¿a dejar mis entrañas más ligeras?
¿a aliviar las angustias que me aquejan?
¿a expandir la apretura en que ahora yago?"
Pero si ves que ni aun así te dejan,
di: "Me las piro ya, porque me cago".
Hay mucho imbécil suelto por ahí fuera
que por no proferir palabras feas
dirán, si mueren de una cagalera:
"Me abatieron crueles diarreas".