Orden y disciplina (último)
Ayer mencionaba las palabras desolador y siniestro para calificar el panorama que venía dibujando sobre la enseñanza.
Hoy trataré de ser positivo, pero no como los felices y gloriosos finales de esas películas en que el profesor alcanza el éxito y el reconocimiento de sus alumnos, rendidos por fin a su arrollador sistema didáctico, sino partiendo de esa resignación humilde y realista con que todos nos enfrentamos a las hondas limitaciones de nuestro esfuerzo por ser consecuentes con nosotros mismos.
Comentaba anteayer que hay profesores que consiguen sin esfuerzo ninguno aparente mantener un silencio sepulcral en sus clases. Otros, como yo, sólo lo conseguimos cuando hemos suscitado el interés de los alumnos por el tema. Tras la experiencia vivida a lo largo de los años, jamás –aún en el caso de que hubiese sabido hacerlo- he querido imponer algo no razonado ni exigir algo a un alumno renuente sin hablar con él privadamente. Durante varios años –sobre todo cuando daba a clase a alumnos mayores que los que ahora tengo- acababa el curso pidiéndoles que escribieran anónimamente en una hoja su opinión sobre el curso, el profesor y la asignatura, enumerando defectos y virtudes del método empleado. Mentiría si dijera que lo que me escribían era siempre aleccionador y favorable. Bien recuerdo insultos destemplados y críticas destructivas, pero también recomendaciones positivas y apoyos incondicionados. Tres comentarios de hace ya mucho tiempo siempre han estado presentes en mí:
"Se ve que usted está convencido de lo que enseña."
"A mí no me importa que me regañen, sólo quiero que jueguen conmigo."
"Ningún orden aparente en una clase sirve para nada cuando uno se siente violentado internamente."
Seguramente es éste el último curso que dé clases y emplearé el que viene –último antes de mi jubilación- en trabajos más administrativos que de trato directo con los alumnos. No se puede evitar el recuerdo con que uno revisa tantos años transcurridos entre alegrías y sinsabores, depresiones y euforias. Supongo que cada profesor guardará de su experiencia muchas cosas que le conforten al lado de otras muchas de las que se arrepiente. Para mí siempre ha sido aleccionador el descubrimiento de que no hay alumno que no tenga dentro de sí una razón para comportarse como lo hace y que esa razón muchas veces es el comportamiento de los mayores para con él.
Acabo así entre certezas y dudas, éxitos y fracasos, satisfacciones y arrepentimientos. Nada que la vida no haya enseñado a cualquiera que haya pretendido vivirla apasionadamente.
En marzo escribí en cuatro capítulos un relato en donde divagaba por toda esta experiencia.
A él me remito hoy.
No encuentro otro modo de acabar más que con las palabras que dejaba en un comentario al último y que ahora reconstruyo:
“Nunca he renunciado a la lucha diaria hasta el agotamiento por esa gente menuda a la que en el fondo amo perdidamente como a victimas o éxitos de la estupidez o cordura de los mayores. Día a día trato de convencerme de que, como puedo recordar de los profesores que tuve cuando era pequeño, lo que enseño no es lo que digo sino la porción de alma que arrastran las palabras al decirlas.
Prueba de que aún creo en ello es que tengo el convencimiento de que volvería a repetir el camino andado si tuviera que regresar a aquel lejano 1965 en que empecé a enseñar con unas clases de griego a alumnos siete años menores que yo.
Y organizaría otra vez con ellos en clase aquella fiesta por la que casi me expulsan el día que aprendieron todos de memoria los versos de Safo: “élzes, égo dé s’emaióman, /ón d’épsyxas éman fréna kaioménan pózoi.” Llegaste, yo te buscaba, / y has refrescado mi alma que ardía de ausencia.”
No sé decir más. En este trabajo en que hay que renovarse cada día no hay otro triunfo que la constancia. El éxito o el fracaso de los resultados es algo que muy a menudo se nos escapa.
Aunque ello no nos exima de nuestra responsabilidad.