30.5.07

Tierra, trágame.

Habría para llenar un libro rememorando la enorme cantidad de meteduras de pata, de ridículos espantosos, de despistes imperdonables o situaciones tragicómicas que nos han sobrevenido o que hemos propiciado. Pocos se habrán librado del desastre de la cremallera bajada en los momentos menos adecuados, del descosido inoportuno, de involuntarias y sonoras flatulencias, de calcetines de colores diferentes, de la palabra con doble sentido en el que no caímos, del desastre de confundir a la hija con la madre, de aludir desconsideradamente a ausentes que resultaron presentes o de cualquiera de las infinitas formas de mentar la cuerda en casa del ahorcado.

Quizás no venga mal incidir hoy a modo de sano ejercicio catártico en medio de tanta seriedad como suelo destilar en mis entradas habituales por aquí en ese tema que, a buen seguro, podrá reconciliarnos con sencillos y amables aspectos de nuestra humilde personalidad. Y lo haré con un suceso real acaecido a un antiguo compañero al que, si aún viviera, le habría gustado saber que alguien todavía lo recuerda.

Eran tiempos duros en los que profesores y alumnos andábamos enzarzados en las inevitables trifulcas con que aquellos pretendíamos imponernos –el poder nos asistía- a la táctica de guerrillas con que éstos intentaban, no tanto minar nuestra voluntad cuanto ejercer su derecho al pataleo. Habituales eran las pintadas en los servicios alusivas al “Chepa” - odiado profesor que se jactaba de aplicar técnicas terroríficas a todos los casos de dislexias o tartamudeces- o los bolígrafos abandonados dentro de radiadores donde habrían de fundirse irremediable y apestosamente en los momentos más inoportunos. Uno se podía encontrar con una cebolla en el tubo de escape del coche tanto como con una lagartija en el cajón de la mesa, una bomba fétida “abandonada” sobre la silla en la que habría de sentarse o un unte imprevisto sobre el pomo de la puerta que habría de agarrar.

Así que no fue extraño que mi malogrado compañero se encontrase con que algún miembro de la resistencia le había supuestamente atascado las puertas de su vehículo con alguna suerte de palillo, plastilina o sustancia de probada consistencia como para que la llave se negara a entrar en modo alguno. Todos sus intentos resultaron inútiles para abrir las puertas del coche, así que, ante la desesperación de lo irremediable no se le ocurrió sino la extrema solución del peñasco contra el cristal del lado del conductor.

Dicho y hecho. Armado con poderoso adoquín y animado por la fuerza que la ira suele añadir al orgullo despechado, golpeó violentamente el vidrio tenaz hasta reducirlo a fragmentos que se diseminaron estrepitosamente por el interior y por los aledaños del coche,

Tras el acceso a la apertura interna de la puerta se colocó en posición de salida tan vertiginosa como colérica. Metió la llave de contacto…y… ¡qué rayos! también estaba atascada la cerradura del arranque, movido el retrovisor, cambiadas las alfombrillas, descolocada la documentación, cambiada incluso…

¿Documentación cambiada? ¡Por todos los diablos! Como nuevo Pablo de Tarso derribado por rayo celestial, mi buen amigo lo comprendió de golpe: había confundido su coche –mudo y sarcástico espectador del suceso a corta distancia del violentado, prácticamente idéntico al suyo.

Pero tamaño error no habría de superar el máximo desastre.

De ello se apercibió cuando vio al atónito y aterrado legítimo dueño del vehículo intentando avisar a alguien que llamara a la policía para notificarles que le estaban intentando robar el coche.

28.5.07

Guerra


Parece que se ha escondido
para que sólo queden ‑mudos signos-
las letras desprovistas de su muerte:
Blancos, dianas, objetivos, metas;
sacrificio, valor o patriotismo;
defensa y enemigo...

Astuta cirugía de las letras
que han hurtado su torvo contenido
trasplantando al matar por una idea
la gloria de morir por una causa.

Qué inmenso latrocinio de palabras:
dar la vida por otros
disfrazando de laurel
la cuchilla que a Abel hinca Caín.
Primero nos enseñan a matar
en juegos inocentes
con la muerte juguete de aventuras,
luego nos inoculan los motivos
para hacer de otro hombre un enemigo,
de seguido revisten de valor
la angustia de la sangre innecesaria...
y al fin ya lo tenemos:
la hoja fratricida con que dos se defienden
y se matan sin nadie que sea el agresor.

De la muerte y del odio quedarán
la usurpación blasfema de la gloria
al vencedor ‑ejemplo que imitar-
y la inicua labor de echar la culpa
del horror al cadáver del vencido.

25.5.07

Si te vas

Si te vas, yo me iré
como una sombra.
Y si te quedas, me quedaré
como otra sombra.

Es lo mío ser sombra
que te me lleve, que te me traiga.
Es lo tuyo ser nube
que se me quede, que se me vaya.

Y aquí o allí,
una mañana,
dejarás de ser nube
y serás alba.
Y allí o aquí
otra mañana,
dejaré de ser sombra
y seré nada.

23.5.07

Profesores buenos y malos.


Decir que hay profesores buenos y malos lo mismo que alumnos buenos y malos es un lugar común con el que nadie estaría nunca en desacuerdo. Sin embargo no todo está tan claro cuando alguien quiere descender al detalle que dilucidaría en qué estriba esa supuesta bondad o maldad y a qué alumnos o profesores debería aplicarse.

Tengo motivos para saber de qué hablo. Tanto por haber sido alumno durante más de veinte años como por haber ejercido de profesor por más de cuarenta compaginando incluso la doble condición de profesor-alumno por no menos de diez años.

Tengo buena memoria incluso de los tiempos remotísimos en que comencé con terror mi etapa discente con los cuatro años aún no cumplidos y me sentía abandonado en manos de unas monjas distantísimas que me exigían orden y silencio al mismo tiempo que un avance inexorable en el campo de cartillas y dictados y en la memorización de un incomprensible catecismo implacablemente cubierto de dogmas misteriosos y una moral diseñada para forjar adultos de conciencias inmutables.

A partir de los siete años cambié de Colegio para entrar en contacto –o colisión- con una nutrida clase de profesores-frailes y una escasa dotación de profesores-seglares. Mi clasificación en buenos y malos se basaba más en una percepción primaria oscilante entre opresión y libertad. Curiosamente no se basaba esa percepción en la dureza de los castigos que menudeaban por doquier y que los alumnos aceptábamos estoicamente como parte indiscutible a la sazón de nuestra condición de alumnos. Había profesores que preguntaban la lección con una regla cerca de nuestras palmas extendidas para golpearlas inmisericordemente al menor fallo o dilación en la respuesta y, sin embargo, no pesaban como otros que destilaban algo incomprensible que a esta distancia de tantos años casi me atrevería a tachar de odio disfrazado de dureza destinada más a domar que a educar. Esos profesores prácticamente no hablaban más que para hacer preguntas que jamás se repetían, para clavar silencios como agujas que te dejaban el sabor de ser una piltrafa al lado de la indiferencia con que te permitían existir.

Los profesores buenos te dejaban levantar la mano, preguntar, intervenir y manifestar una cierta dosis de tus propias opiniones. En su presencia ningún error era desastre ni ningún fallo era excomunión lo mismo que ningún éxito era privilegio ni ninguna alabanza era carta blanca para dormirse en los laureles.

Aunque el paso de los años hasta niveles universitarios iba inclinando la balanza del lado de la sabiduría del profesor más que de su rigidez siempre quedaba la excelencia de los profesores que destilaban convicción y humanidad al lado de su ciencia y, con ello, iban dejando un surco amable de raíces fecundas.

Al comenzar mi etapa de profesor sin haber acabado la de alumno las tornas se cambiaron: uno, naturalmente, siempre quiso ser un buen profesor. Pero es muy diferente serlo desde la responsabilidad de atender a las necesidades de todos los alumnos que desde la tentación de olvidarse de los más difíciles. Aquí la realidad siempre es mucho más dura que la buena voluntad y sólo cabe el esfuerzo continuo por no olvidarse de mirarse con los mismos ojos de todos los alumnos que te miran.

Y puedo asegurar que no hay mejor opción que la de no olvidar nunca, mientras se enseña, la mirada que se tuvo mientras se aprendía.

Y reconocer que no hay profesor que no tenga mucho que aprender de sus propios alumnos.

Pero de eso más en otro momento.

21.5.07

Un día cualquiera

Pasó el día sin prisas
y al caer de la tarde lo deshojas.
Apenas un recuerdo se merece
la gloria de volver a nuestros ojos.
El cielo encapotado,
las largas caravanas de vehículos
que llevan nuestra honda soledad
al centro del trajín,
el trabajo de siempre
entre ventanas empañadas
y el monótono esfuerzo por seguir
la ruta que otros nos imponen.
De vez en cuando, sin embargo,
una leve mirada agita
el paso previsible por la vida:
una palabra íntima que rompe
el sórdido cristal que nos aísla
como un beso de amor.
Algo que nos recuerda
que aún nos queda un residuo en nuestros labios
digno de hacer la vida llevadera.

18.5.07

Verdad

Tantas veces me has dicho: "Es verdad"
cuando otras tantas te decía
lo que pensaba.
Luego, en silencio, meditaba
que la verdad no es nada más
que el dulce sentimiento
de un hueco predispuesto
a una urdimbre fecunda de palabras.
Quizás por eso quede solamente
al paso de los años
de la verdad el sedimento:
un flujo de palabras entre huecos,
contactos de la sed sobre las aguas,
un puente de cristal entre dos sombras.

14.5.07

Compañía


Cuando el silencio clava su aguijón
en el costado
y las sombras se espesan como redes
en tu mirada
quisieras una mano y unos ojos,
roto el silencio por rumor de dedos
y las sombras hendidas
por rayos invisibles de otros ojos.
No te miran ni te tocan. Sólo están.
Tú los ves como campo abandonado,
cuerpo dormido que se entrega.
Tímida se entrelaza con su sueño
tu mano temblorosa.
Te invade su presencia
y sólo ves la compañía
que te ama por encima
de sombras y silencios.

11.5.07

Pesadilla


El agua profundísima de la Laguna Negra
acompañó en mi sueño
un doliente descenso hasta la muerte.
Una muerte con voz de aurora
susurrando: "Tan sólo es un minuto
de sufrir, pero luego..."
Me despertó un estremecimiento
cuando la luz verdosa de las profundidades
llenaba mis pulmones de amargura.

Las tres es buena hora para seguir viviendo.

9.5.07

Los primeros (sorprendentes) recuerdos

Resulta extraño que en la vida que nos ha tocado vivir, tan avara de tiempo, hayamos almacenado recuerdos a todas luces intrascendentes mientras que otros, quizás de incomparablemente más hondo calado, se nos han perdido para siempre por las junturas de lo cotidiano.

De vez en cuando reciclo, amasándolos en el silencio por que no se olviden, mis cuatro recuerdos más antiguos que un inexplicable azar ha querido que no se me perdieran:

Una pared desconchada con forma de vaca vista desde la misma cuna que provocó ese desconchón y en la que a duras penas me sostenía de pie.

Mi paso tembloroso y aterrado a los cuatro años (menos 29 días aún) a la escuela infantil del Colegio de monjas en donde me estrené como alumno.

Las piernas adorables de una niña que entreví en ese mismo Colegio y con esa misma edad mientras subíamos por la escalera en fila hasta la el aula.

El detestable puré de verduras que tuve que ingerir el día de retiro que sufrí a los cinco años como preparación para mi primera comunión.

Por supuesto que otros recuerdos cercanos a muertes, despedidas o eventos gloriosos siguen perdurando, pero con respecto a ellos nada hay de sorprendente por el propio peso de su propia esencia.

Nunca he podido dejar de pensar en lo que me decía un amigo al que se le diagnosticó un cáncer incurable con un pronóstico de vida menor de un año cuando ya le quedaba poco para una muerte inminente: “Cuando me lo dijo el médico me quedé pensando en mi mala suerte mientras se me quedó grabado como a fuego el pomo de la puerta a que miraba”.

Quizás, como al ciudadano Kane, el resumen de nuestra vida no sea un cúmulo de glorias o desgracias sino el recuerdo de un sencillo Rosebud, ese juguete que cifró nuestra más nostálgica infancia.

No puedo evitar pensar en estas cosas cuando en el silencio de este tiempo de calidad que me permito al alba me descubro extasiado ante una sombra indescriptible en la pared de enfrente agrandada por la discreta penumbra de la íntima luz con que me observo.

Los ojos que adoramos dan por supuesta la grandeza de su mirada lo mismo que el esplendor de la hierba que contemplamos. Lo sorprendente es conservar también de ellos la pestaña enredada o el andar trabajoso de la hormiga.

7.5.07

Fatum


Tal vez la hierba fuera
demasiado callada
o demasiado lento
el rumor de su crecimiento.
Quizá el suelo estuviera
demasiado dormido
para que despertara en él
el secreto de las miradas
que la nostalgia hubiera acumulado.
La encrucijada, acaso,
entre el sol, las estrellas y la aurora
se hiciera demasiado oculta...

Sólo quedaba cierto
el flujo de las piedras, su caída
al hipnótico punto
que guiaba los pies
hacia la tarde.

4.5.07

Recuperando.


Verte, amor.
Y en el hálito incierto de la tarde ensombrecida
abrazarte.
Recuperar el tiempo acumulado
en hojas tristes bajo el paso lento.
Lúcido amor que sobrenada cierto,
mayor que tantos odios, tantas muertes.
Desde el viscoso mar de la palabra
prevista y condenada por los hechos
de una vida cargada de obviedades,
desde el lúcido borde en que las sombras
nos urgen su vacío,
desde la lejanía,
amor, alzarte al centro
y destronar el mundo que arrastramos.

2.5.07

Paisajes

Cualquier paisaje es una ventana abierta al mundo y a nosotros como parte de él. Y hablo de mundo sin cometer el error de pensar que el paisaje es nada más una cumbre nevada, un bosque, la contemplación del estereotipo de lo sublime. Hay muchas cosas más en las que embelesarse tras mirarlas.

Lo comprendí la primera vez que miré el mundo a través del ocular de un microscopio: allí donde aparentaba habitar lo ya sabido había todo un paisaje insospechado: la belleza del cristal diminuto o de la vida pequeña en gotas como mares.

Luego lo he vuelto a constatar en múltiples ocasiones: la hondura insondable de unos ojos. La vastedad del alma amiga en una conversación a tumba abierta. El inexplicable escalofrío de un roce deseado. La infinita explosión de un meditado orgasmo. La palabra exacta lenitiva sobre la piel herida...

Y una vez lo aprendí de mis alumnos en una clase de ciencias en que intentaba transmitirles la importancia de la observación como camino previo a la curiosidad que demanda la investigación y la explicación. Les dije: “Vamos a escuchar el silencio. Cerrad los ojos un minuto, guardad silencio absoluto y escribid con detalle lo que habéis oído”. Increíble: me llevé sus notas para comentarlas al día siguiente y jamás hubiese sospechado lo que me iba a encontrar: la propia respiración o latidos, el frote casi imperceptible del la inquietud del compañero, ladridos lejanos, rumor de coches, zumbidos de fluorescentes, crujidos de pupitres, el leve golpeteo de la persiana movida por el viento...

A veces desde la noche habitual que precede al alba cierro los ojos para derribar las paredes que cierran mis palabras con su terca insistencia en encerrarme y forjo paisajes en los que me pierdo. Luego amaso los ruidos y sonidos que pasan por mis oídos e imagino compañías imposibles como dedos invisibles que se entrelazaran con los míos.

El resto es paz.

La paz de mi paisaje imaginado.

La paz de las palabras que lo dicen.