Mía me propone un imposible: hablar del amor de Florentino Ariza y Fermina Daza a través de la palabra única e imponente de Gabriel García Márquez en su El amor en los tiempos del cólera. Si se hubiese tratado de Romeo y Julieta, Tristán e Isolda o Ulises y Penélope no me habría sentido tan dolorosamente incapaz como ante estos dos personajes.
Sin embargo me he decidido a reflexionar, siquiera superficialmente, sobre ellos –más con palabras del autor que con las mías- para permitirme el gusto de volver sobre esta obra y leerla de corrido con el placer que siempre se tiene de encontrarse con la prosa inigualable del Nobel colombiano y con su peculiar mirada ante el amor como destino que se sostiene hasta el final de la vida y alcanza su realización en unos puntos suspensivos que se pierden como el barco fluvial en fingida cuarentena río arriba y río abajo en un remedo de tiempo eterno.
En vano buscaremos las palabras altivas que hablaran del amor en términos estentóreos. Es algo mucho más sencillo. La vida presenta a la pareja una servidumbre recíproca: “Ni él ni ella podían decir si esa servidumbre recíproca se fundaba en el amor o en la comodidad, pero nunca se lo habían preguntado con la mano en el corazón, porque ambos preferían desde siempre ignorar la respuesta.”
Los problemas en la vida de pareja no surgen de espantosas e inaceptables infidelidades sino de la constatación de la falta de jabón en la jabonera del baño, un incidente que da la oportunidad de “evocar otros, muchos otros pleitos minúsculos de otros tantos amaneceres turbios. Unos resentimientos revolvieron los otros, reabrieron cicatrices antiguas, las volvieron heridas nuevas, y ambos se asustaron con la comprobación desoladora de que en tantos años de lidia conyugal no habían hecho mucho más que pastorear rencores.”
La vida separó a los dos por unos motivos inconscientes de Fermina Daza que sólo tardíamente se explicitaría: “Es como si no fuera una persona sino una sombra. Así era: la sombra de alguien a quien nadie conoció nunca.”
Ella se casa con otra persona a quien no ama pero con quien convive sin reservas hasta el último momento en que él muere en un accidente y ella “Le rogó a Dios que le concediera al menos un instante para que él no se fuera sin saber cuánto lo había querido por encima de las dudas de ambos, y sintió un apremio irresistible de empezar la vida con él otra vez desde el principio para decirse todo lo que se les quedó sin decir, y volver a hacer bien cualquier cosa que hubieran hecho mal en el pasado.”
Florentino Ariza guarda el secreto de su amor como en un cofre y no había de revelarlo jamás, no porque no quisiera abrir ese “cofre donde lo había tenido tan bien guardado a lo largo de media vida, sino porque sólo entonces se dio cuenta de que había perdido la llave.”
Mientras ella vive su matrimonio como quien se entrega a un ineludible destino él se pierde en interminables amores con cuantas mujeres se ponen a su alcance. La viudez de Fermina Daza le llega a su conocimiento cuando, más allá de los setenta, le sorprende en medio de sus amores a quien abandonará inmediatamente en cuanto le llega la noticia.
Muy ancianos ya los dos acabarán encontrándose no como quien retoma una vida sino como quien descubre algo nuevo que no puede ni debe anclarse en el pasado.
Él comprende que “todo tenía que ser diferente para suscitar nuevas curiosidades, nuevas intrigas, nuevas esperanzas, en una mujer que ya había vivido a plenitud una vida completa.”
Ella se plantea: “Es increíble cómo se puede ser tan feliz durante tantos años, en medio de tantas peloteras, de tantas vainas, carajo, sin saber en realidad si eso es amor o no”.
Lo cierto es que al final llegan al auténtico amor: “Ni Florentino ni Fermina se dieron cuenta de cómo se compenetraron tanto: ella lo ayudaba a ponerse las lavativas, se levantaba antes que él para cepillarle la dentadura postiza que él dejaba en el vaso mientras dormía, y resolvió el problema de los lentes perdidos, pues los de él le servían para leer y zurcir. Una mañana, al despertar, lo vio en la penumbra pegando un botón de la camisa, y se apresuró a hacerlo ella, antes de que él repitiera la frase ritual de que necesitaba dos esposas. En cambio, lo único que ella necesitó de él fue que le pusiera una ventosa para un dolor en la espalda.”
No se sentían como novios recientes y menos como amantes tardíos. “Era como si se hubieran saltado el arduo calvario de la vida conyugal, y hubieran ido sin más vueltas al grano del amor. Transcurrían en silencio como dos viejos esposos escaldados por la vida, más allá de las trampas de la pasión, más allá de las burlas brutales de las ilusiones y los espejismos de los desengaños: más allá del amor. Pues habían vivido juntos lo bastante para darse cuenta de que el amor era el amor en cualquier tiempo y en cualquier parte, pero tanto más denso cuanto más cerca de la muerte.”
Lo más profundo del sentimiento que García Márquez escribe sobre los dos ancianos es el final del libro tras la mirada del capitán del barco en un viaje interminable y repetido: “miró a Fermina Daza y vio en sus pestañas los primeros destellos de una escarcha invernal. Luego miró a Florentino Ariza, su dominio invencible, su amor impávido, y lo asustó la sospecha tardía de que es la vida, más que la muerte, la que no tiene límites. —¿Y hasta cuándo cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo? —le preguntó.
Florentino Ariza tenía la respuesta preparada desde hacía cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches.
—Toda la vida —dijo.”