Una educación sentimental
Ella –contaba con orgullo- conoció a mi padre en un sanatorio antituberculoso situado en los aires propicios de la sierra madrileña donde él –un serio y distante Don X- ejercía de médico especialista en pulmón y corazón y ella de adorable y guapísima enfermera arrojada allí por la mano inexorable de ese destino que obliga, aún hoy, a tener que ganarse la vida tempranamente a quienes, como ella, se encuentran con un padre en el manicomio, una madre sin trabajo, y una hermana atropellada por un tren dejando dos hijas pequeñas abandonas por su padre.
“Pero, Don X,” –recordaba ella ante mi infantil curiosidad- “¿cómo es posible que Usted no se haya casado aún?”.
Y yo, pequeño y soñador, me imaginaba a mi madre tal como la veía en un cuadro que alguien le había hecho en aquella época, preciosa y seductora, provocativa y encantadoramente distante derribando esos muros de papel que los tímidos edifican para refugiarse tras ellos a la espera siempre del fuego implacable que los habría de reducir a cenizas.
Y él –según ella- le dijo: “No he conocido una sola mujer que fuera capaz de aguantarme”.
He de confesar que, al oír eso, me sentía inclinado a creer que tenía que ser verdad: mi padre era raro, introvertido, calladísimo e independiente, como seguramente lo son quienes se relacionan sólo como disculpa para poder vivir luego fecundamente a solas.
Nunca hubiera dicho tal. Mi padre estaba perdido antes de acabar ahogándose en el piélago del lago profundísimo de los ojos de mi madre: “Pues yo sí le aguantaría. Así que si le valgo yo...”
Y así lo contaba ella, concisa y evocadora, mucho antes aún de que mi padre muriera y a ella le quedaran ocho hijos varones, muchos recuerdos y una dilatada viudez de treinta años.
Pasó la guerra, vino la vengativa y odiosa paz, y ellos, tras lavar trabajosamente su pasado de atención a los rojos propio de quienes estuvieron hasta la caída de Madrid bajo las bombas de Franco en zona republicana, se casaron felizmente.
Muy felices debieron ser los comienzos cuando, tras volver de viaje de novios, mi padre –tacaño empedernido- había arrojado los últimos cinco céntimos de sus ahorros por una alcantarilla “para empezar una nueva vida” (en palabras nostálgicas de mi madre).
Si mi padre hubiese sido más comunicativo y mi madre no hubiese sido víctima de esa impresentable obsesión con que la religión enfangaba todo lo referente al sexo, mi aprendizaje afectivo hubiera sido muy diferente. Pero no tuve elección: todos varones en casa, todos varones en el Colegio y todos varones entre las amistades, unidos a la natural reserva del autosuficiente, obligaban a una profunda labor de investigación por descifrar los misterios escondidos bajo la ropa y los ojos del otro inquietante y distantísimo sexo.
La parte física quedó solucionada con los oportunos y escondidos recursos a los libros de anatomía de mi padre, a la consulta implacable a cuanta palabra del diccionario pudiera parecer soez o vulgar, a la falsamente distraída atención a la copia del cuadro de la Maja Desnuda de Goya que ya mi padre tenía de soltero (y que mi madre había logrado relegar a la penumbra de un pasillo), a las imaginadas escenas recortadas de las películas censuradas y a la paciente observación de las actitudes de las escasas parejas que por la calle dejaban caer sus máscaras ante la creencia de sentirse inobservados.
Pero la parte anímica era otra cosa: en el lugar de juego de la plaza cercana, las niñas del Liceo Francés hablaban en francés para que no las entendiéramos y se mostraban lejanísimas tras sus pretendidamente maliciosas conversaciones. En el Colegio estábamos sometidos a estrecha vigilancia –desde la terraza y con prismáticos- por parte del vicerrector, encargado de disciplina, para ver y anotar a quienes osaran detenerse a ver salir del Colegio a las alumnas del Colegio femenino del otro lado de la calle.
Así que no es de extrañar la incierta zozobra con que me sorprendieron los estudios universitarios y el trato –siempre indiferente en apariencia y en el fondo desbocado e inquietante- con personas de hasta entonces ignorada afectividad y sorprendente lucidez.
Omitiré detalles, pero no dejaré de confesar que mi relación con el otro sexo estuvo marcada por la reserva y la timidez que aprendí de mi padre tras los labios de mi madre, al tiempo que la audacia de que ella misma se jactaba. Claro está que mi audacia se reducía a dejar cargas de profundidad disfrazadas de bonitas palabras y pretendidamente buenos sentimientos por ver su virtual eficacia en los cuerpos y espíritus de quienes en amistad disfrutábamos en grupo de nuestras inquietudes.
Caí (¡cómo no!), como mi padre, ahogado en las palabras que unos ojos inolvidables ratificaron: “Creo que me he enamorado de ti”.
Aún no me he levantado.