29.9.06

Una educación sentimental

Tarde llegaron mis padres a recalar en las playas placenteras del matrimonio. Parte, ciertamente, tuvo en eso la malhadada realidad de la guerra civil con sus escasas invitaciones a la vida sosegada con que se suele ingenuamente asociar la vida en pareja. Pero no fue eso lo único si se piensa en que mi padre tenía ya al principio de la guerra no sólo la respetable edad, para la época, de 33 años, sino once años de ejercicio de la carrera de médico, casa propia y amplia experiencia en contemplar cómo el tiempo implacable iba haciendo retroceder los límites frontales de sus efímeros cabellos. La profunda opacidad de la reserva de mi padre me obliga hoy a recurrir a las recordadas fuentes de la exageración desbordada de mi madre, tan dada a la extrovertida comunicación como a la enfermiza religiosidad que le hacía ver en todo la mano misteriosa de la Providencia con mayúsculas.
Ella –contaba con orgullo- conoció a mi padre en un sanatorio antituberculoso situado en los aires propicios de la sierra madrileña donde él –un serio y distante Don X- ejercía de médico especialista en pulmón y corazón y ella de adorable y guapísima enfermera arrojada allí por la mano inexorable de ese destino que obliga, aún hoy, a tener que ganarse la vida tempranamente a quienes, como ella, se encuentran con un padre en el manicomio, una madre sin trabajo, y una hermana atropellada por un tren dejando dos hijas pequeñas abandonas por su padre.
“Pero, Don X,” –recordaba ella ante mi infantil curiosidad- “¿cómo es posible que Usted no se haya casado aún?”.
Y yo, pequeño y soñador, me imaginaba a mi madre tal como la veía en un cuadro que alguien le había hecho en aquella época, preciosa y seductora, provocativa y encantadoramente distante derribando esos muros de papel que los tímidos edifican para refugiarse tras ellos a la espera siempre del fuego implacable que los habría de reducir a cenizas.
Y él –según ella- le dijo: “No he conocido una sola mujer que fuera capaz de aguantarme”.
He de confesar que, al oír eso, me sentía inclinado a creer que tenía que ser verdad: mi padre era raro, introvertido, calladísimo e independiente, como seguramente lo son quienes se relacionan sólo como disculpa para poder vivir luego fecundamente a solas.
Nunca hubiera dicho tal. Mi padre estaba perdido antes de acabar ahogándose en el piélago del lago profundísimo de los ojos de mi madre: “Pues yo sí le aguantaría. Así que si le valgo yo...”
Y así lo contaba ella, concisa y evocadora, mucho antes aún de que mi padre muriera y a ella le quedaran ocho hijos varones, muchos recuerdos y una dilatada viudez de treinta años.
Pasó la guerra, vino la vengativa y odiosa paz, y ellos, tras lavar trabajosamente su pasado de atención a los rojos propio de quienes estuvieron hasta la caída de Madrid bajo las bombas de Franco en zona republicana, se casaron felizmente.
Muy felices debieron ser los comienzos cuando, tras volver de viaje de novios, mi padre –tacaño empedernido- había arrojado los últimos cinco céntimos de sus ahorros por una alcantarilla “para empezar una nueva vida” (en palabras nostálgicas de mi madre).
Si mi padre hubiese sido más comunicativo y mi madre no hubiese sido víctima de esa impresentable obsesión con que la religión enfangaba todo lo referente al sexo, mi aprendizaje afectivo hubiera sido muy diferente. Pero no tuve elección: todos varones en casa, todos varones en el Colegio y todos varones entre las amistades, unidos a la natural reserva del autosuficiente, obligaban a una profunda labor de investigación por descifrar los misterios escondidos bajo la ropa y los ojos del otro inquietante y distantísimo sexo.
La parte física quedó solucionada con los oportunos y escondidos recursos a los libros de anatomía de mi padre, a la consulta implacable a cuanta palabra del diccionario pudiera parecer soez o vulgar, a la falsamente distraída atención a la copia del cuadro de la Maja Desnuda de Goya que ya mi padre tenía de soltero (y que mi madre había logrado relegar a la penumbra de un pasillo), a las imaginadas escenas recortadas de las películas censuradas y a la paciente observación de las actitudes de las escasas parejas que por la calle dejaban caer sus máscaras ante la creencia de sentirse inobservados.
Pero la parte anímica era otra cosa: en el lugar de juego de la plaza cercana, las niñas del Liceo Francés hablaban en francés para que no las entendiéramos y se mostraban lejanísimas tras sus pretendidamente maliciosas conversaciones. En el Colegio estábamos sometidos a estrecha vigilancia –desde la terraza y con prismáticos- por parte del vicerrector, encargado de disciplina, para ver y anotar a quienes osaran detenerse a ver salir del Colegio a las alumnas del Colegio femenino del otro lado de la calle.
Así que no es de extrañar la incierta zozobra con que me sorprendieron los estudios universitarios y el trato –siempre indiferente en apariencia y en el fondo desbocado e inquietante- con personas de hasta entonces ignorada afectividad y sorprendente lucidez.
Omitiré detalles, pero no dejaré de confesar que mi relación con el otro sexo estuvo marcada por la reserva y la timidez que aprendí de mi padre tras los labios de mi madre, al tiempo que la audacia de que ella misma se jactaba. Claro está que mi audacia se reducía a dejar cargas de profundidad disfrazadas de bonitas palabras y pretendidamente buenos sentimientos por ver su virtual eficacia en los cuerpos y espíritus de quienes en amistad disfrutábamos en grupo de nuestras inquietudes.
Caí (¡cómo no!), como mi padre, ahogado en las palabras que unos ojos inolvidables ratificaron: “Creo que me he enamorado de ti”.
Aún no me he levantado.

27.9.06

Errores

Yo he cometido
ese inmenso error
de declararme vivo
cuando aún mis entrañas
se declaraban yermas.
También he cometido otros errores:
asomarme al amor sin protección ninguna,
irme abriendo por dentro sin estar lleno aún,
escuchar a los otros hasta quedarme herido,
prometer lealtades a imposibles empresas,
perderme en los sonidos de músicas letales,
leer poemas en horas de nostalgia,
pensar en el futuro desde un presente hueco,
creer en la esperanza de los desesperados.
Con errores tan grandes no es extraño
que a veces me refugie en el olvido:
ese espacio inocente en el que no hay errores
sino un lugar vacío
en que empezar de nuevo a cometerlos.

25.9.06

Equinoccio

Como bloguero de someras raíces no tengo demasiados eventos que recordar de estas humildes páginas desgranadas al alba de mis desvelos. Sin embargo, me vienen a las mientes las líneas que le dediqué al último solsticio como abrazo a un mundo que ya nos cabe en un teclado y a personas misteriosas y cercanas como amigos invisibles brillando a todas las distancias de los dos hemisferios.
No sería justo dejar pasar la ocasión de lanzar de nuevo palabras como brazos a quienes –ahora sí- usan en todo el mundo la misma palabra que iguala las noches a los días.
Pero no del mismo modo: mientras aquí se nos crecen las noches y los ojos se nos llenan de hojas caídas y de nostalgias de amistades al calor de la lumbre, allí los días imponen su costumbre de brotes y flores nuevas con deseos, quizás, de soles tibios, amistades de ropas más ligeras y frutos largamente ansiados.
En mi trabajo (colegio con más del 80% de emigrantes o hijos de emigrantes) es ya habitual el trato con personas de distantes idiomas y distantes dejes de mi mismo idioma. Ya no extrañan exóticos lenguajes ni variadísimos rasgos en rostros habituales ni tener que rellenar listas con nombres imposibles transcritos de lejanas grafías o imaginativas mentes. Y , sin embargo y a pesar de todo, esa cercanía real de lo lejano en el trabajo diario nada es comparada con la misteriosa cercanía de la extraña y consoladora amistad del juego de letras que inundan escritos y comentarios en los blogs.
Todos lo entendéis: escribo –me escribo- ahora como voz amiga desde este incipiente otoño madrileño hasta toda una gama de comienzos que a veces elevan y otras veces pesan. Porque los cuerpos son como los espíritus que los cobijan: animosos de irreprimible entusiasmo o con ojos cargados por el plomo del cansancio según el paisaje que ven o el que otros les dibujan.
Quienes desde aquí pasamos por el equilibrio de noches y días bebiendo la nostalgia del otoño y del árbol que araña con sus ramas desnudas el cielo ceniciento sentimos la extraña sensación de dar la mano a los que tan cerca pasan desde lejanos sitios con la marcha opuesta de salir del frío hacia las flores.
Dije entonces que al sur le debía el abrazo más largo que jamás soñara.
Hoy, agradecido, lo repito.

22.9.06

Ganas

No quiero nada ya.
Quiero sólo quererlo, tener ganas.
Solamente el deseo...

(No me gusta llorar,
pero el instante previo me seduce,
como niebla invadiendo el valle
de mis ojos vacíos.

Sé que me río muchas veces,
pero es el instante que precede
el que me hace sentir la dicha.

Lo mismo es el amor:
esa corta distancia de la piel,
ese estrecho deseo compartido,
ese vacío esperanzado
es lo que me eleva).

No anuncies tu llegada.
Deja sólo que vea tu inminencia,
amor o llanto o risa.
Prolonga mi deseo y déjame
tener ganas de ti
antes de tenerte.

20.9.06

Consuelos

Ha sucedido todo como debiera hacerlo:
implacable como lo ya cumplido,
irrepetible como lo olvidado,
insuficiente como lo parcial
y –sin embargo o quizás por eso-
adorable como cualquier consuelo
basado en que eso ha sido
lo único logrado.

18.9.06

Claridad

Se ha abatido el torrente sobre la desmesura
de la frase preñada de crípticas palabras
y del fracaso del destrozo salvas
la eterna claridad de las estrellas.
Esperas tus fantasmas o tus sueños,
los tomas de las manos y te sientes:
amor, odio, tristeza o alegría.
Y el misterio no queda en las palabras torturadas
sino en el borde de tus ojos limpios
o en el silencio añil de tu latido
o en el ardor del tacto entre tus manos.
Si tu mirada es clara,
tu corazón sonoro entre tus manos
será la sencillez de la palabra
o el silencio el sonido que te dices.
Tu victoria es hablarte en soledad
y hacer que se te acerquen y te entiendan.
El resto es una huida:
tu derrota.

15.9.06

Palabras III

Si alguien me pidiera que explicara
la última razón por la que escribo
le diría que no hay alternativa:
si no escribo también ignoraría
la última razón por la que no escribir.

13.9.06

Palabras II

Escribo. Voy con ello
oficiando este rito en que me digo
lo que quiero salvar de este naufragio
en que a veces la vida se convierte.
No sabría explicar de qué manera
el estrecho corsé de la palabra
puede salvar lo que quizás perdimos
en los vastos caminos del descuido
o en nuestras largas marchas
empleadas en búsquedas inútiles
o en hallazgos sin peso que dejarnos.
Pero aún así lo hago como prueba
de haber pisado sin descuido un borde
desde donde he mirado
la mano que se mueve mientras ando.

11.9.06

Lo siento. Es tan triste como cierto

El martes, cinco de septiembre, le amputaron una pierna. Poco a poco la diabetes iba completando su camino inexorable. Bajo esa impresión escribía en mi silencio:

“ ...Ves a algunos morir como de golpe
con el mismo portazo con que se marcharon.
A otros, sin embargo, se los llevan a trozos
con la marcha lentísima de nuestro propio ocaso...”

Entonces sonó el móvil como un estruendo en la paz de la noche ya vencida. Instintivamente miro la hora. Las cinco. En una fracción de segundo me vienen a la mente las desgracias capaces de compartirse a esas horas. Pero la realidad es otra. Una voz ronca, sin fuerzas casi, atruena mis oídos: “Tengo miedo”...

La conozco desde hace treinta años. Como compañera de trabajo compartí con ella los afanes de las clases en el Colegio, los avatares de su amor por otro buen amigo y compañero que acabó en boda, el nacimiento de su hijo, su temprana viudez por culpa de un malhadado tumor, sus problemas con el hijo rebelde, el padre ciego y la hermana esquizofrénica, su falta de otra familia cercana y el progreso de su mal cuidada diabetes.
Siempre había sido reservada, dura con esa dureza de las personas hechas a sí mismas a golpe de esfuerzo. Pero la larga enfermedad del marido y compañero nos unió con los extraños lazos de los que sin mostrar afecto hablan de la vida como de un destino indiscutible que no se conquista sino que se acepta.

Sé que el enorme hospital nos deja solos, pero terrible debía ser la soledad de la madrugada para que quien, tras tantos años de convivencia, lo más afectuoso que me había dicho era “gracias” cuando la suplía en su agotamiento por las noches al lado de su marido moribundo, se viera en la necesidad de decir a alguien a las cinco de la mañana que tenía miedo.

Busqué palabras de calor y compañía desde la enorme distancia a que queda la vida de la muerte. Internamente una palabra me hurgaba las entrañas :”Voy” . Era la que tenía que haber dicho, pero no la dije. En su lugar se impuso la de la comodidad y de la espera :”Iré dentro de tres horas” a sabiendas de lo que habrían de suponer tres horas con el miedo en las entrañas.

A las ocho tomé el autobús y a las nueve menos cuarto estaba a su lado. Le tomé la mano y le dije: “¿Cómo estás”. Y ella, con voz prácticamente ininteligible desde su ronquera:”Mal. Me duele todo. ¿Podrías ponerme las dos piernas a la misma altura?”. Con negro humor le contesto. “Pues no sé a que altura habrán puesto la que te han cortado” . Ella, que me conoce, esboza una triste sonrisa y cambia el tema por otro aún más triste: “Si me he de morir, ¿por qué no ahora?”. Y yo: “Quizás aún tu hijo te necesite algún tiempo más”. Ella no sabe llorar, pero yo sé que por dentro está llorando sin lágrimas: “Ayudadle cuando yo falte para que no se sienta demasiado solo”...

Imposible aquí encontrar palabras de verdad. Así que tomo las de mentira: “No te preocupes demasiado por él. Levantará cabeza y sabrá seguir.” Pero los dos sabemos todo: El hijo – a sus veintiún años- seguirá negándose a buscar trabajo o a seguir los estudios que dejó desde que le echaron del Instituto en tercero de Secundaria por falta de asistencia , a dejar de gastarse toda la pensión de orfandad que aún percibe en el Ciberclub y en todos los caprichos. El hijo seguirá sin dar un paso que no sea en taxi y aparecerá quizás por el Hospital para decir que se tiene que ir a toda prisa. El hijo... Ninguno de los dos sabemos en realidad cómo reaccionará el hijo cuando al fin se quede solo en un plazo que los dos sabemos –sin decirlo- breve.

¿Para qué seguir contando? El viernes comienza a sangrar por una úlcera abierta en el estómago... Desde la Sierra llamo al móvil del hijo el sábado y el domingo. Me dice que parece ser que ya ha parado la hemorragia y no tendrán que operarla: “No, no estoy con ella. Tuve que salir a hacer unas cosas...”.

Volveré hoy, lunes, cuando salga del Colegio. Sus antiguos compañeros, que no la ven desde que dejó las clases hace tres años cuando le dieron la baja definitiva por enfermedad al empezar a dializarse, me seguirán preguntando por ella (si es que el trajín del primer día de clase les deja un hueco para acordarse) pero no irán a verla.

Y yo, con rabia y pena, quisiera tener las llaves que no tengo: las de la vida y la muerte.

Pero me encuentro sólo con las de la palabra, corta y débil.

Ésta que hoy escribo.


PD. Apenas he escrito lo anterior me llega la noticia de su muerte.

7.9.06

De Ciencias y Letras

Que yo tuviera madera de impenitente investigador quedó evidenciado el día que, con motivo de mi quinto aniversario, me regalaron un hermoso caballo balancín con cuerpo de cartón piedra. Entusiasmado con tan magnífico regalo y con la inestimable colaboración de mi vecino del cuarto y de la sierra de la caja de herramientas de mi padre, me refugié en la impunidad de la habitación de mi tío y procedimos a la disección del solípedo para ver qué tenía por dentro. Como es bien comprensible, mi decepción por el vacío del alma de cartón del juguete sólo fue comparable a la ira de mis padres por mis tempranas inquietudes y habilidades.
Numerosas fueron desde entonces las ocasiones en que colisionaron mis ansias exploratorias con los intereses y desvelos de mis progenitores: mis lamentos y su preocupación cuando mi hermano pequeño se bebió parte de mi colección de tintas trabajosamente elaboradas; su incomprensión ante mi descuido por dejar caer en un sofá –con resultado de perforación- algunas muestras del producto obtenido tras uno de mis múltiples intentos de elaborar ácido sulfúrico para la confección de una batería; los desmedidos alaridos de mi madre y mi disgusto cuando abrió el cajón donde escondía mi secreta colección de culebras; la disparidad de criterios con que afrontamos todos mi fracaso al montar el reloj del comedor, que previamente había desmontado...
Pero no menor resultaba ser mi voracidad lectora capaz de recorrer y devorar no sólo los libros de aventuras que me regalaban o sacaba de la biblioteca escolar o municipal, sino de los que seleccionaba y retiraba clandestinamente de los más recónditos recovecos de las estanterías de mi padre y de mi tío: truculentas aventuras de Fu-Manchú, infumables aventuras de novelas del oeste de Marcial Lafuente Estefanía; variadísimos títulos literarios de la colección Oro de Bolsillo, de Espasa Calpe; tratados de anatomía donde con gran curiosidad y excitación contemplaba lo que una familia de ocho hijos varones y un Colegio exclusivamente masculino hacía difícil adivinar del otro sexo; obras de Ramón y Cajal , Pío Baroja y Dostoyevski...
Total, que la temprana decisión que había que tomar a los catorce años sobre si seguir un bachillerato superior de Letras (Latín, Griego y Filosofía) o Ciencias (Matemáticas, Física y Química) me sumió en grandísimas dudas. La balanza se inclinó hacia las asignaturas desconocidas de letras más por huir de las conocidas y odiadas Matemáticas que por lo que aquellas pudieran atraerme.
Desgraciadamente, a pesar de lo bien que se me daban las Lenguas Clásicas, la Filosofía se me atragantó tanto como en su día lo hicieron las Matemáticas. Así que, cuando en su día me examiné de Preuniversitario para poder acceder a la Universidad, con Homero y Virgilio como autores obligados de Griego y Latín, apenas tuve dificultad en traducirlos brillantemente y sacar muy buenas notas por ello.
Pero se ve que las Ciencias no dejaban de remorderme interiormente y acabé por rehuir las carreras de Filosofía, Derecho, Literaturas y Filologías varias para inclinarme por la única que en su título auguraba ser algo intermedio: Ciencias Económicas. No volveré sobre lo que ya una vez escribí. Acabé porque así me lo propuse al tiempo que ya había encontrado trabajo como profesor de Matemáticas en un Colegio y me despedía para siempre de ser un forzado economista.
Con el título de licenciatura en Económicas pude entonces dar clase de todo lo habido y por haber en la enseñanza primaria y secundaria al tiempo que, tras haber descubierto que no tenía problemas en el Latín y el Griego de los dos cursos comunes de Filosofía y Letras daba clases particulares sobre esos temas a alumnos de esos cursos que me lo solicitaban.
Tras casarme y seguir con la impresión de que algo en mis aficiones había quedado como asignatura pendiente, decidí matricularme en Ciencias Físicas en la Universidad a Distancia donde conseguí estudiar los tres primeros cursos. Desgraciadamente las ocupaciones familiares y los celos de mi hijo de dos años, que no podía soportar verme con un libro en las manos, interrumpieron aquello no sin antes abrirme nuevos horizontes tanto para mis ocupaciones como profesor como para mis ratos de ocio.
La verdad es que, tras casi cuarenta años de profesor-maestro, mi cercana jubilación me acoge con la satisfacción de haber tenido la oportunidad de sumergirme -siquiera superficialmente- en el océano de casi todo lo que mi inquietud y la obligación me pusieron por delante. Quizás pudiera acabar trayendo como colofón de tanta autocomplacencia como encomiendo a mi clandestinidad este poema que distraída y lúdicamente compuse hace ya doce años:

Hondo abismo entre ciencias y entre letras
mantiene aún en alto las espadas.
Para ver que no están equiparadas
mira a tu alrededor mientras penetras

en el espeso bosque de un poema:
Clásicos y latín a todo pasto,
si quieres disfrutar a lo alto y vasto
más que un bujarrón con un enema.

Entender "Fénix de ingenios", vital;
"hilo de Ariadna", más que imprescindible.
Si escribir "panta rei" es muy posible,
¿por qué no el cálculo diferencial?

No es justo empobrecer la poesía
por no usar el acervo de la Ciencia.
En verdad que es un cargo de conciencia
el repudiar a Urania por Talía.

Ladilla en compañón a los de letras,
coz en el tafanario albo de Clío,
más en Física cuántica confío
que en las luces que tú, Apolo, perpetras.

Por ver ahora el Tártaro patente
en el cruel olvido de Eratóstenes
y el incienso a las artes de Demóstenes
probemos la metáfora insolente:

Polímero de necedades, quark de neuronas,
asíntota de ingenuidad alza tu curva
de efecto Doppler desplazada y honda perturba
su sumativa interferencia con sus hormonas.

(Por cierto, aquí, con todo cariño, bujarrón es a gay como fornicador es a heterosexual)

Valete.

5.9.06

Palabras

Retengo las palabras
en la liviana niebla en que se forman
antes de hacerse densas, cristalizar,
dejar su cuerpo herido y tembloroso,
yerto y atravesado por el mismo alfiler
con que queda por siempre en el papel clavado.
Las contemplo y me duele
esa enorme estrechez que me las deja cortas,
pinceladas escasas con que cubrir el cuerpo,
la escueta desnudez de tanta sed
como hasta mí las trajo.
Pero tengo siempre que ceder al fin:
de la niebla al papel,
o de la sed al agua hay tanto trecho
como lo hay del deseo hasta la paz colmada.
Por eso lo que escribo es sólo
la sombra temblorosa de mis dudas,
el dedo insuficiente que señala
la luz deslumbradora a que no llego.

1.9.06

Más sobre el tiempo tras la pausa

Hubo tiempos... al menos eso creo,
en que era el corazón la luz entre las dudas,
la mano poderosa rescatando
la insufrible aridez de nuestros ojos secos.
Hubo tiempos... quizás me los invente,
en que aún la mirada descubría
la flor esperanzada en las cunetas
que herían con su arena nuestros pasos.
Hubo tiempos... así quiero creerlo,
en que casi habíamos llegado
de no haber sido por la hora rápida
que barrió lo alcanzado como niebla.
Hubo tiempos... quisiera aún creerlo,
en los que aún creía que habrían de llegar.
Pero ahora hay tiempos en los que ya dudo
si hay tiempo aún
para que lleguen.
Hablo de los deseos,
de lo que quisimos ser y nunca fuimos.
También ahora hay tiempos
en que todo se queda detenido
y el tiempo se hace eterno.
Hablo de los silencios
con mirada perdida en la distancia
y el hueco que dejáis entre mis dedos.