


Mientras catalogababa los libros de la biblioteca del colegio la semana pasada una pequeña obra de teatro llamó mi atención:
Knock o el triunfo de la medicina, de Jules Romains. Hay libros que tienen la virtud de retrotraerte a tiempos pasados con una viveza que no habría uno sospechado. En algún
momento de principios de los años sesenta había representado yo aquella obra en el papel de Knock con todo el entusiasmo de mis años adolescentes.
Tomé el libro para releerlo y me lo llevé a casa. Sabía que en algún lugar perdido del cajón de mi mesilla de noche tenía alguna foto tomada durante los ensayos de aquella obra. Hacía mucho tiempo que no volvía sobre esas antiguas fotos en blanco y negro a pesar de que siempre me ha gustado asomarme a ellas para rememorar épocas pasadas.
No tardé mucho en encontrar varias de ellas. Me fijé especialmente en una en la que se me veía luchando por no perder el bigote mal pegado durante la interpretación del primer acto. Allí se veía el coche de cartón que habíamos confeccionado con todo nuestro entusiasmo para la obra. Reconocí a Ernesto y a Miguel Ángel y me pregunté qué habría sido de ellos al cabo de los años. Alfonso andaba todavía por allí sin sospechar siquiera que un cáncer se lo llevaría nada más comenzar el siglo siguiente.
Volví a leer la obra y me asombré de que todavía me sonaban párrafos enteros desde la lejanía de aquellos más de cuarenta años transcurridos.
Ahora la comprendía mejor que entonces y se me hacía extraño imaginar aquella lucha de Knock por hacer triunfar la medicina según su peculiar interpretación de que ese triunfo habría de conseguirse en el momento en que todos los habitantes de la comarca fuesen considerados como enfermos.
Volvieron a sonarme las contundentes palabras de Knock: “Las personas sanas son enfermos que se ignoran”, “su error es dormir en la seguridad engañosa de la que les despierta demasiado tarde el rayo fulminante de la enfermedad”, “la salud es una palabra que no habría ningún inconveniente en quitar de nuestro vocabulario. Por mi parte, sólo conozco gente más o menos aquejada de enfermedades”, “…una comarca habitada por algunos millares de individuos neutros, indeterminados. Mi papel es determinarlos, llevarlos a la existencia médica. Les meto en la cama y veo qué puede salir de ello: un tuberculoso, un neurópata, un arteriosclerótico, lo que se quiera, pero alguien ¡Dios mío! ¡alguien!” y, sobre todo la apoteosis final de su triunfo mientras mira desde la ventana del hotel transformado en hospital atestado de enfermos: “En doscientas cincuenta de estas casas hay doscientos cincuenta habitaciones en donde alguien proclama la medicina, doscientas cincuenta camas en donde un cuerpo echado da fe de que la vida tiene un sentido, y, gracias a mí, un sentido médico. La noche es todavía más hermosa, porque hay luces. Y casi todas las luces son mías. Los que no están enfermos duermen en las tinieblas. No cuentan.”
Al acabar de releer el libro, junto a ese inevitable sabor que lo pasado e irrecuperable pone en los hombros y los pies del cansado viajero, me quedé pensando en que, después de todo, también hoy un oscuro doctor Knock mueve los hilos para convertirnos en una inconsciente y exhaustiva clientela. Repasé la solapada e incisiva publicidad que nos advierte de la ciega amenaza del colesterol, de los problemas de tránsito intestinal, de los escapes de orina, de los dolores de cabeza, de la caída del cabello, de la bajada de las defensas, de la fatiga, del odioso olor corporal, de la excesiva sudoración, de la halitosis, de la lumbalgia, de los gases intestinales, de las arrugas insidiosas, de las almorranas, de la fragilidad de los sentidos, de los herpes labiales, de la línea indeseada, de los cabellos quebradizos, del cuerpo estéticamente mejorable…
Quizás hoy –y con menos humor que Jules Romains- los grandes laboratorios sigan la visionaria táctica de Knock y desde algún lejano despacho alguien esté diciendo mientras nos mira con su peculiar visión diciendo como aquel:
“Piense que dentro de unos instantes van a dar las diez, que para todos mis enfermos las diez significan la segunda toma de temperatura rectal y que, dentro de unos instantes, doscientos cincuenta termómetros van a penetrar a la vez…”
El humor lo pondremos nosotros diciendo: Mientras sólo sean termómetros…
PD.
AL final pude hacerme con dos fotos. La memoria me había traicionado y el bigote en esos momentos no se me caía. Al que se le caía era a Carlos (Ernesto no estaba) junto con toda la barba.
Yo soy el de camisa y sombrero blancos: el auténtico doctor Knock.