Tras la cena a las ocho y hasta la medianoche de la última visita de la enfermera la velada se prometía larga y aburrida en la habitación doble del gran hospital.
Es efímero el contacto entre dos personas a los que el azar hace compartir una intimidad forzosa que en su versión libre ya quisieran para sí las más profundas amistades.
Tras un educado saludo y las preceptivas preguntas sobre dolencias, intervenciones, síntomas y previsiones el silencio parece morder con su sospecha de acritud los momentos en que ya ni el tiempo puede llenar los intervalos huecos.
La prudencia, que rehuye hablar de política o creencias con los distantes, no impidió la caída en la familia, los hijos, la profesión... Y aquí, tras saber que él, padre de dos hijos pequeños, se dedicaba a las frías labores administrativas de una oficina de banco, le comento mi dilatada dedicación de cuarenta años a la enseñanza. Sobre la importancia de la misma él, naturalmente, tiene firmes convicciones:
“Tengo un Colegio Público al lado de casa, pero en cuanto vi que estaba lleno de negros, gitanos y moros busqué otro más selecto y logré meter en él a mis hijos con la ayuda de amigos influyentes”
Como ese selecto Centro, gratuito concertado, pertenece a una Congregación Religiosa, le comento con disimulada ingenuidad:
“Claro. Tú prefieres un ideario religioso católico”
Pero él replica:
“A mí la religión me importa un bledo y los frailes me resultan más bien antipáticos, pero menuda diferencia de alumnado e instalaciones entre éste y el Público...”
Yo ya sé por donde no debo seguir. Me callo, a la espera ya de que el sueño me aquiete, y dejo que mis recuerdos me lleven por un momento a una pasada reunión del Comité de Escolarización de Zona. Allí un frailecillo menudo y vivaracho, ante la afirmación del ponente de que había que evitar la concentración de emigrantes en los Centros Públicos y abrir a ellos más los Privados Concertados, interviene diciendo que lo importante es la libertad de elección de Centros por parte de los padres. Y luego, por lo bajo, me dice que ellos se las arreglan para no admitir a los inmigrantes dando astuta preferencia a los mejores (“el día que demos presencia a los peores ya podemos despedirnos del prestigio que tenemos”).
Mi colegio es también Privado Concertado, pero laico y situado en una zona deprimida. Son ínfima minoría los españoles integrados y mayoría los marginados e inmigrantes. Los que allí trabajamos sabemos mucho de ambientes difíciles, familias desintegradas y explotadas, alcoholismo y violencia. No nos faltan alumnos. La Comisión de Escolarización nos va mandando sin demasiada pausa alumnos problemáticos –expulsados incluso de Centros Públicos- que nunca encuentran plaza en los selectos porque siempre están ya llenos.
Cuando, al día siguiente, me dicen que no me pueden operar porque el anestesista se marcha a las tres y no hay suplente no me extraña oír a mi acompañante: “¿Lo ves? Si es lo que yo te decía. El dinero de todos se lo gastan con los inmigrantes”...
Y cuando vuelvo al día siguiente al Colegio todo sigue igual: le pido a una alumna filipina que vaya a consolar en tagalo a una pequeñita de tres años que no para de llorar, trato de traducir para la profesora las fichas en euskera del ecuatoriano que acaba de llegar de Bilbao y no tiene dinero para comprar otro material, me reúno con todos para encontrar solución al caso del alumno de once años –expulsado ya de otros dos Centros- que ha agredido a una profesora ...
Al final la vida sigue. Ignorando los problemas que acaban marginando a algunos hasta la delincuencia, la droga, la muerte incluso...
Y me reafirmo en que muchas veces una pretendida libertad viene a ser algo justo sólo para algunos e injusto para otros.
Lo cual es, en el fondo, muy poco justo.