30.3.06

Nadie sin los otros

Fuera agua yo en el vaso de mi cuerpo
en que alguien día a día me bebiera
con los labios pegados al cristal.
Y fueran mis palabras la mirada
que hiciera de mis ojos lejanísimos
la brisa de recuerdos agradables
en que alguien se pudiera acurrucar.
Quede así escrito en este mi silencio
por si acaso las huellas de mis albas
pudieran volar con el mismo viento
que esparce mis sentidos cada aurora.

29.3.06

Mis queridos monstruos 1

Ignoro qué extraño azar hizo que viniera a darnos clase de inglés en el Colegio. Quizás estuviera haciendo algún año sabático de intercambio o algún otro motivo del todo indiferente.
Era alemán, menudo, arrugado ya por el peso de los años y hablaba un correctísimo español. Se comentaba que era experto en idiomas antiguos y que dominaba más de treinta lenguas.
Profundo y distantísimo, hablaba en clase como quien desborda sin tener en cuenta su auditorio indiferente. Debía pensar que lo suyo era darse y lo demás no era cosa suya. Si le preguntaban contestaba sin mirar, como escarbando en su interior. Hasta que un día....

Alguien hizo un comentario sobre la inutilidad de las lenguas llamadas muertas en comparación con las vivas...

Entonces se transfiguró. Se volvió hacia todos. Levantó la vista como dolido de nuestra ignorancia, compadeciéndonos, y entonó, recitó, lloró, declamó, cantó, derramó con exquisito ritmo en griego clásico un párrafo completo de Homero.

¡Dios mío! ¡Qué bofetada aquella de aire fresco a mis catorce o quince años de decidida afición a la física! ¡Cómo algo ininteligible puede golpear tan profundamente! Algo por dentro se rompió con una herida que aún no ha cicatrizado.
Algo que, sobre el olvido de su paso, al cabo de los años jamás podré pagar sino tratando de llegarle a la sublime suela de sus zapatos con el peso enorme de lo inasequible.

(Fragmentos recitados de la Iliada en http://www.fas.harvard.edu/~classics/poetry_and_prose/homer/homer.html)

28.3.06

Mano Roja no se rinde

¿Desanimado yo?



Bastante tengo con estar jodido.

24.3.06

Desencuentros 2: El amor sin palabras

Nuestro amor siempre ha sido sin palabras,
ni siquiera las dichas con los ojos
porque todo ha de hacerse sin miradas
con tan sólo el deseo entre los dedos.
Comenzar por un roce descuidado
a modo de pregunta si se puede
y esperar luego el sí de la respuesta
en ese movimiento intencionado
que aún deja la duda por si acaso
es todo el tacto gris de la costumbre.
Entonces sigue la aproximación
que hace ya de la pregunta súplica
aún temblando de miedo ante el rechazo.
Porque es esa la táctica: dejar
una salida abierta para huir
por si acaso el amor se nos convierte
en ese punto débil que entregamos
al posible castigo del futuro.

(Yo quería decir: "Te quiero"
y sé que un día lloraré al pensar
que no encontré manera de decirlo.
Y, aun así, mi torcido corazón,
lleno de amor, te dijo
no sé qué de un programa que ponían
o del tiempo tan tonto que teníamos.)

23.3.06

Diálogo (si nos dejan)

En lugar de mi punto de vista sobre un final dialogado al terrorismo (Demos lugar al optimismo) os copio un cuento (genial como todos los suyos) de Saki. Si tienes diez minutos disponibles te invito a que lo leas (El final no alberga -en mi caso- ningún secreto deseo ni ningún oscuro pronóstico).

Los intrusos
(Saki)

En medio de un bosque de abigarrada vegetación, situado en un paraje de los confines orientales de los Cárpatos, cierta noche de invierno se hallaba un hombre en atenta observación y a la escucha, como a la espera de que alguna bestia selvática apareciese en su campo de visión y, más tarde, al alcance de su rifle. Pero la pieza que mantenía tan viva su atención no era de las que figuran en los calendarios de los cazadores legales y autorizados; Ulrich von Gradwitz patrullaba por el tenebroso bosque en busca de un enemigo humano.
Las tierras boscosas de Gradwitz eran de considerable extensión y estaban bien provistas de caza; la estrecha franja de abrupto y frondoso bosque que constituía una de sus lindes no se distinguía por la abundancia de caza que albergaba ni por las monterías que proporcionaba; sin embargo, de todas las posesiones territoriales de su propietario, era la más celosamente guardada. Un famoso pleito, en los días de su abuelo, lo había rescatado de la posesión ilegal de una vecina familia de pequeños terratenientes; la parte desposeída nunca había acatado la sentencia del tribunal y una larga serie de disputas por caza furtiva y escándalos similares habían agriado las relaciones entre las familias durante generaciones.
La rivalidad vecinal se había tornado personal desde que Ulrich se convirtiera en cabeza de familia; si había en el mundo un hombre al que detestaba y deseaba todo mal, ese era Georg Znaeym, el heredero de la querella, infatigable cazador furtivo e invasor de la arbolada frontera. La disensión podía, tal vez, haberse extinguido y haber sido objeto de un acuerdo, de no haber mediado la malquerencia personal de los dos hombres. De muchachos, ambos ansiaban la sangre, el uno del otro. De adultos, cada uno imploraba que la desdicha cayera sobre el otro, y este invierno de flagelante viento Ulrich había reunido a sus monteros para batir el tenebroso bosque, no en busca de presas de cuatro patas sino para mantener la vigilancia sobre los furtivos que, sospechaba, andaban por aquellas tierras fronterizas. Los corzos, que normalmente se refugiaban en las cañadas durante las tormentas de viento, aquella noche pasaban a la carrera como saetas y había movimiento e inquietud entre las criaturas que solían dormir durante las horas de oscuridad. A buen seguro, había algún elemento perturbador en el bosque y Ulrich imaginaba su lugar de procedencia.
Ulrich se alejó en solitario de los ojeadores que había emboscado en la cima del cerro y deambuló por las empinadas pendientes en medio de la silvestre y enmarañada maleza, atisbando entre los troncos de los árboles y acechando entre las agudas tonalidades del viento y el incesante batir de la enramada alguna visión o sonido de los merodeadores. ¡Ah!, si en esta noche procelosa, en este tenebroso y solitario lugar, se encontrara con Georg Znaeym, de hombre a hombre, sin testigos..., éste era el deseo que dominaba todos sus pensamientos. Y al rodear el tronco de una enorme haya se encontró frente a frente con el hombre que buscaba.
Los dos hombres quedaron mirándose durante un prolongado y silencioso intervalo. Ambos tenían un rifle en la mano, ambos tenían odio en su corazón y, sobre todo ello, ambos tenían el homicidio en su mente. El azar los había conducido a la posibilidad de dar rienda suelta a las pasiones de toda una vida. Pero un hombre educado en los códigos de una civilización represiva no encuentra fácilmente el ánimo necesario para disparar contra su vecino a sangre fría y sin pronunciar palabra, a no mediar algún agravio contra su linaje y su honor. Y antes de que los instantes de vacilación dieran paso a la acción, un acto de violencia de la propia Naturaleza se abatió sobre ambos. Un restallante alarido de la tormenta había tenido como respuesta un furioso estallido por encima de sus cabezas y, antes de que pudieran apartarse, la masa de un haya abatida se precipitó sobre ellos. Ulrich von Gradwitz se halló tendido sobre el suelo, con un brazo inmovilizado bajo el peso de su propio cuerpo y el otro casi igualmente inutilizado por una espesa maraña de ramas ahorquilladas en tanto que ambas piernas quedaban atrapadas bajo la masa desplomada. Las fuertes botas de caza preservaron a los pies de quedar destrozados, pero, si bien las fracturas no eran tan serias como podrían haberlo sido, resultaba cuando menos evidente que no podría moverse de su actual posición hasta que no llegara alguien a rescatarlo. Las ramas habían azotado la piel de su rostro y había tenido que apartar con el movimiento de los párpados algunas gotas de sangre de sus pestañas antes de estar en condiciones de tener una visión general del desastre. A su lado, tan cerca que en circunstancias normales hubiera podido tocarlo, yacía Georg Znaeym, vivo y forcejeando pero evidentemente tan atrapado como él. Todo en derredor suyo era un nutrido naufragio de ramajes y astillas.
El alivio de estar vivo y la exasperación causada por la forzada cautividad hicieron brotar una extraña mezcla de piadosos votos de gratitud y vehementes imprecaciones en los labios de Ulrich.
Georg, medio ciego por la sangre que corría por sus ojos, detuvo por un instante su forcejeo para escuchar y emitió luego una breve e insidiosa risita.
-Así que no estás muerto, como debieras; pero, en cualquier caso, estás atrapado -exclamó-, bien atrapado. Vaya, esto sí que tiene gracia. Ulrich von Gradwitz cogido en la trampa en el bosque robado. ¡Te ha alcanzado la verdadera justicia!
Y volvió a reír, burlona y ferozmente.
-Estoy atrapado en mi propio bosque -replicó Ulrich-. Cuando mis hombres vengan a rescatarnos quizás preferirás estar en el cepo que no atrapado en flagrante furtivismo en las tierras de tu vecino, ¡afrentado te veas!
Georg guardó silencio unos instantes; luego dijo quedamente:
-¿Estás seguro de que tus hombres encontrarán algo que rescatar? Yo también tengo hombres en el bosque esta noche, siguiéndome de cerca, y llegarán aquí los primeros a liberarnos. Cuando me hayan sacado de debajo de estas malditas ramas no será necesaria demasiada torpeza por su parte para hacer rodar este enorme tronco justamente sobre ti. Tus hombres te encontrarán muerto bajo un haya caída. Por pura fórmula, enviaré mi condolencia a tu familia.
-Es una valiosa sugerencia -replicó Ulrich con fiereza-. Mis hombres tienen orden de seguirme en el plazo de diez minutos, de los que han debido transcurrir siete, y me sacarán de aquí... Recordaré tu sugerencia. Sólo que, como tú habrás hallado la muerte cazando furtivamente en mis tierras, no creo que pueda, sinceramente, enviar ningún mensaje de condolencia a tu familia.
-Bueno -refunfuñó Georg-, bueno. Éste es un duelo a muerte entre tú y yo y nuestros monteros, sin malditos intrusos que se interpongan entre nosotros. ¡Así te mueras y te veas condenado, Ulrich von Gradwitz!
-Lo mismo te deseo, Georg Znaeym, saqueador, cazador furtivo.
Los dos hombres hablaban con el desabrimiento de hallarse ante una posible derrota, ya que ambos sabían que pasaría mucho tiempo antes de que sus hombres se lanzasen en su búsqueda y dieran con ellos: era una pura cuestión de suerte cuál de las dos partidas llegaría la primera al lugar de la escena.
Para entonces, los dos habían abandonado su inútil forcejeo por liberarse de la masa arbórea que les atenazaba; Ulrich limitó su empeño al esfuerzo por dejar parcialmente libre un brazo lo bastante cerca del bolsillo exterior de su capote como para sacar su petaca de vino. Incluso después que hubo realizado esa operación transcurrió aún largo tiempo hasta que pudo desenroscar el tapón y trasegar algo del líquido a su garganta. ¡Pero se lo antojó un sorbo caído de los cielos! Estaban en pleno invierno, aunque había caído poca nieve, gracias a lo cual los cautivos sufrían los rigores del frío menos de lo que cabría esperar para aquella época del año; no obstante, el vino resultó cálido y vivificante para su maltrecha humanidad; echó luego una mirada de soslayo con algo así como un latido de piedad hacia donde su enemigo yacía tratando de impedir que sus quejidos de dolor y extenuación traspasaran el umbral de sus labios.
-¿Podrías hacerte con el frasco si te lo lanzo? -preguntó Ulrich de pronto-. Contiene buen vino y hay que tratar de aguantar lo mejor posible. Bebamos, incluso a pesar de que uno de los dos muera esta noche.
-No, apenas puedo ver; tengo mucha sangre apelmazada encima de los ojos -dijo Georg-; y, en cualquier caso, no bebo vino con un enemigo.
Ulrich permaneció en silencio algunos minutos, escuchando el fatigoso aullido del viento. En su cerebro, lentamente, iba surgiendo y agrandándose una idea que ganaba en pujanza cada vez que miraba de soslayo al hombre que luchaba tan ceñudamente contra el dolor y la fatiga. En medio del dolor y la lasitud que el propio Ulrich sentía, el feroz odio de antaño parecía ir apagándose.
-Vecino -dijo al poco-, haz como te plazca si tus hombres llegan primero. El trato era justo. Por lo que a mí respecta he cambiado de opinión. Si mis hombres llegan antes será a ti a quien primero socorrerán, como huésped mío. Nos hemos peleado como demonios toda nuestra vida por esta estúpida franja de bosque, donde los árboles ni siquiera resisten en pie una ráfaga de viento. Tendido aquí esta noche, pensando, he llegado a la conclusión de que hemos sido unos necios; hay cosas mejores en la vida que ganar una disputa sobre linderos. Vecino, si me ayudas a enterrar nuestra vieja querella, yo... yo te rogaré que seas mi amigo.
Georg Znaeym permaneció en silencio tanto tiempo que Ulrich pensó que acaso había sucumbido al dolor de sus heridas. Al fin, habló lenta y entrecortadamente.
-Qué pasmados se iban a quedar todos y cuánta comidilla habría en toda la región si nos vieran llegar cabalgando juntos a la plaza del mercado. No hay ser viviente que haya visto a un Znaeym y a un Von Gradwitz hablándose amistosamente. Y qué paz reinaría entre las gentes de los bosques si pusiéramos fin a nuestro pleito esta noche. Y si decidimos hacer las paces entre los nuestros no hay nadie que interfiera, no hay intrusos ajenos... Tú vendrías a pasar la noche de San Silvestre bajo mi techo y yo asistiría al festín en algún día señalado a tu castillo... No volvería a disparar un solo tiro en tus tierras excepto cuando me invitaras y tú vendrías a cazar conmigo allá en los marjales, siempre llenos de patos y otras aves. En toda la comarca no hay quien pueda impedirnos, si nosotros lo deseamos, hacer las paces. Nunca pensé que pudiera ambicionar otra cosa que odiarte, en toda mi vida, pero creo que yo también he cambiado de opinión sobre el particular en esta última media hora. Y me ofreciste tu petaca de vino... Ulrich von Gradwitz, seré tu amigo.
Durante un rato los dos hombres permanecieron en silencio, dando vueltas en la cabeza a las maravillosas transformaciones que llevaría consigo esta dramática reconciliación. Yacían en medio de aquel bosque frío y tenebroso, con el viento desgarrándose en rachas espasmódicas por entre las desnudas ramas y silbando en torno a los troncos de los árboles, esperando la ayuda que traería, ahora, rescate y socorro para ambos. Y cada uno de ellos musitaba una íntima oración para que fueran sus hombres los primeros en llegar, de modo que cada uno pudiera ser el primero en mostrar su deferente atención al enemigo que acababa de convertirse en amigo.
Al cabo, cuando el viento amainó por un momento, Ulrich rompió el silencio.
-Vamos a gritar pidiendo ayuda -dijo-. Con esta calma nuestras voces pueden llegar lejos.
-No irán muy lejos entre los troncos y la maleza -dijo Georg-, pero podemos intentarlo. A un tiempo, pues.
Ambos elevaron sus voces en un prolongado grito de caza.
-Otra vez a un tiempo -dijo Ulrich unos minutos más tarde, después de escuchar en vano a la espera de una voz de réplica.
-Creo que esta vez oigo algo -dijo Ulrich.
-Yo no oigo más que este inmundo viento -dijo Georg roncamente. Hubo un nuevo silencio de varios minutos y luego Ulrich emitió un grito de alegría.
-Alcanzo a ver unas formas que se acercan por el bosque. Van siguiendo el camino por el que descendí la ladera.
Los dos hombres alzaron sus voces con todas las fuerzas que fueron capaces de reunir.
-¡Nos oyen! Se han parado. Ahora nos ven. Bajan corriendo por la ladera hacia nosotros -exclamó Ulrich.
-¿Cuántos son? -preguntó Georg.
-No lo distingo bien -dijo Ulrich-. Nueve o diez.
-Entonces son los tuyos -dijo Georg-. Yo sólo tenía conmigo siete.
-Vienen a toda la velocidad que les es posible, bravos muchachos -dijo Ulrich jubilosamente.
-¿Son tus hombres? -preguntó Georg-. ¿Son tus hombres? -repitió con impaciencia al no recibir respuesta de Ulrich.
-No -dijo Ulrich con una risotada, la risotada gárrula y estridente de un hombre desencajado a causa de un tremebundo pavor.
-¿Quiénes son? -preguntó Georg rápidamente, haciendo un esfuerzo por ver lo que el otro de buena gana hubiera deseado no haber visto.
-Lobos.

21.3.06

Un encuentro entre algunos desencuentros

“¡Oye, Manolo!” -le pregunté una vez al ciego Manolo (mayormente por fastidiar, por culpa de que él tenía el día torcido y estaba más desagradable que una compresa del revés) “Cuando dices que algo es verde o rojo, ¿qué quieres decir exactamente?”
Y él, entonces, acusando el golpe con el terrible acento gallego que se le ponía cuando estaba de mala leche: “¡A veces pareces tonto, rapaz! Yo seré invidente pero no imbécil. Lo verde es como la hierba y lo rojo como la sangre ¿o no? Yo veo los colores en realidad como tú los puedes ver en sueños”.
Y con eso me hizo polvo del mismo modo que al barbudo de quien cuentan que se le había amargado el acostarse por culpa de uno que le preguntó qué hacía con la barba en la cama, si la ponía por debajo o por encima de las sábanas.
Porque la verdad es que no sé como veo los colores en sueños. Aún no he descubierto si sueño en color o en blanco y negro.

Todo lo anterior viene –o no- a cuento de que se me ha ocurrido pensar cómo es el rostro que le pongo a las personas que leo y a quienes escribo en estos blogs en que me pierdo y que me pierden.
Lo confieso: tengo claro que tengo una imagen para cada una y uno pero, ¡por las barbas de Zeus!, que no sé explicarlo ni de dónde las saco.

Permitidme esbozar un intento de decir algo que no dice nada:

Ellas. Todas gozan de una misteriosa belleza de rostro a contraluz y aura acorde con las palabras que les leo. ¡Difícil de explicar!: ojos claros u oscuros según la certeza o la duda, la serenidad o la nostalgia, la alegría o la tristeza que sus palabras trasmiten. Perfil adorable más o menos sutil según la distancia a que resuenan sus palabras susurradas o gritadas, que piden o que ofrecen, que presentan manos o las piden. Y un cuerpo en general en consonancia con la imagen que suscitan de sí mismas: reservado, suficiente, seguro, asequible, distante, erótico (¡Perdón, perdón, perdón –lo quito, no lo quito; lo quito, no lo quito...lo dejo), siempre deseable. Y todas sin excepción con la consistencia adecuada para dejar un poso de sinsabor ante una despedida imaginada y una agradable sensación de compañía en su presencia.

Y ellos. Inexpresable su serena madurez, anegada su frente de honda reflexión y abierta su mirada al pozo de la duda que da el querer decir lo que se piensa. Todos, con un cuerpo a caballo entre el David de Miguel Ángel y el Pensador de Rodin, disponen de manos sutiles que vuelan sobre un teclado con vía directa a los monitores de los ojos que las esperan. Son gente inaccesible –lejano su vuelo- , cercana –ojos claros que escrutan las nieblas- y de rostro en calma que oscila entre el fervor con que se ofrece y la distancia a que se conserva. Y de lo que no cabe duda es de que su firme paso da fe de la firme convicción de que tienen algo que enseñar porque para eso conocen los caminos del silencio.

Perdonen todos mi dimorfismo onírico-sexual, pero mentiría si no confesara que a ellas las leo desde el lado cercano del mismo sofá y a ellos del lado de enfrente de la misma mesa.

Sin embargo a todos les leo y escribo mirándoles a los ojos sin pudor, cosas que aún no he aprendido a hacer en mi terca realidad de cada día.

También me gusta imaginar a veces que hablo a todos alrededor de un desayuno con las legañas de recién despertados como a quienes no les importa que les vean en bata y sin arreglar.

Y, para acabar, no me quedaría a gusto si no dijera lo mucho que acompaña el sueño de vuestra imagen mis silencios, lo mucho que me gusta jugar a adivinarla y que no la cambiaría por la de ninguna foto.

Gracias por ello a todas/ todos.

17.3.06

desencuentros 1: La Tristeza

Ella le dijo:
“¿Pero tú sientes algo alguna vez?”

Él se calló.
Si hubiera sabido contestar esa pregunta jamás le habría sido hecha.

Él lo recordaba cuando a solas invocaba todas las formas de la ternura:
La dulzura de decir te quiero.
El arrepentimiento de decir lo siento.
El calor de las palabras juntas.
El peso del corazón despierto.

Pero la soledad no le devolvía sino el remedo de la burla:
La indiferencia del futuro repetido.
El olvido del pasado.
El fracaso del presente.
La sequedad de los ojos sin raíces.

Como siempre tuvo que refugiarse en la tristeza.
Porque esa jamás le fue negada.
Sobre todo la de no saber llorar más que a solas.

(Zure tristura nabari dut/ keinu bakarzale gisan...
Tu tristeza se muestra/ con la forma de un signo solitario...)

Pero no es mucho consuelo. Porque esa tristeza así traída es una masturbación del corazón a solas que, como la del sexo, no soluciona la falta de amor.
Pero algo alivia y se disfruta.

15.3.06

Explotando

Iba a decir estallando, pero la palabra estallar me la chafó un buen hombre de un pueblecito de cerca de Molina de Aragón que me explicó que hablando de bombas no se puede decir estallar porque eso es quitar los tallos y que lo propio es decir “espelotar”.
“¡Ah! Explotar “–le dije.
“Eso mismo. Espelotar” –se ratificó.

Pues eso. Hoy me toca espelotar: Así que, como uno es un poco masoca y se hace cosquillas hasta el desvanecimiento sólo por el gusto de rascarse:

a) Pongo las noticias de Telemadrid para darme una “jartá” de oir lo que no quiero. Luego me paso a la Cope.
b) Me encajo los auriculares con el “Baga, biga, higa” de Laboa (¡Toma ya akelarre! ).
c) Me leo la lista del periódico con los fallecidos hoy en Madrid para ver cuanto han muerto con menos años que yo (Cada vez son más. Hoy ya van siete)

d) y como ya no puedo más....

¡¡¡Brrrroooomm!!!

Espeloto.

e) Por fin me miro los espejos en la cara para oír con el sobaco los huevos que llevo por corbata. Decido dejarme crecer los pelos de las cejas para que hagan más sexi mis rodillas.

¡Lo que hay que hacer para seguir viviendo!

13.3.06

Hoy me pongo serio

Escuchad. Os contaré una cosa de esas que se cuentan en tertulia junto al fuego y sólo a los que se quiere de verdad porque son los únicos que no le van a malinterpretar a uno. Sucedió de verdad, quizás con menos literatura y con más sangre, pero sería igualmente cierta aunque nunca me hubiera sucedido a mí.
Era un compañero de estudios. Yo sospechaba de él que fuera homosexual (es falsísimo eso de que siempre se les nota) por lo deliberadamente que se me arrimaba en la biblioteca, por el cuidadoso descuido con que me ponía la mano en el brazo (yo siempre he ido en manga corta por debajo de cualquier otra prenda que siempre me quitaba en la sala de lectura) y (¡Oh! ¡máxima evidencia!) porque movía siempre un poco su pulgar contra la parte de piel que entraba en contacto con la suya.
Era un tipo de amigo formidable, incapaz de negar ningún favor. Yo no me chupaba el dedo y ya sabía algo del dolor de los amores rechazados. Por eso un día le dije:
“Te gusto, ¿no es cierto?”
Y él:
“¿Tanto se me nota?”

Y entonces se lo dije:
“Mira. Has tenido la mala suerte de topar con un abominable sátiro que no para de preguntarse de dónde procede la insuperable precisión del número, forma y situación de los pechos de las mujeres. Si te conformas con mis brazos, mis manos y mi amistad cuenta conmigo”.
Y él se conformó con eso.
Pero me contaba sus problemas. Como cuando en una revisión médica haciendo el servicio militar en su Chile natal había tenido una erección entre varios hombres desnudos hasta que una enfermera piadosa pasó a su lado con disimulo y le dio en el pene un rápido golpe con un lapicero que le desinfló por arte de magia (Nunca lo he probado, pero me han asegurado que el remedio es tan infalible como desagradable). O como cuando se topaba de continuo con la soledad, la incomprensión y el tener que aparentar lo que no era.
Hasta que encontró una pareja con la que hasta hoy, quiero creer, vive merecidamente feliz. Ojalá los hados le hayan compensado tantos sinsabores y lágrimas con una cálida orilla, unas manos tibias y un lecho de amor.
¿Me creeríais si os dijera que cuando me dijo que había encontrado al hombre de sus sueños tuve celos?
Ha pasado el tiempo. Yo sigo siendo igual de sátiro y sigo mirando con insaciable admiración los pechos de las mujeres. (Sé hacerlo con respeto y disimulo, excepto en el caso de mi amada a quien espío cuando se agacha e incluso le ahueco el escote descaradamente).
Pero cortaría la lengua a quien un día me hablara mal de los (o las) homosexuales.
Porque uno sabe de quién puede fiarse.

(El que hoy me haya dado por escribir sobre esto, es debido a que al ir a comprar el periódico del domingo había un señor hablando con el vendedor en voz muy alta: ”¡Los muy maricones. Allí estaban morreándose en una esquina. Hasta dónde vamos a llegar con estos degenerados!¡Claro. Como ahora ya los dejan casarse...!”. Sentí rabia, y cuando pensé en Jose pasé a una profunda pena. Volví a casa acongojado y -os lo juro- yo, que aguanté las lágrimas cuando murió mi padre, me encerré en el retrete, como con un repentino apretón, para que nadie me viera y lloré en silencio como sólo Jose sabía hacerlo).

10.3.06

Ganas

Cosas que tengo sin que aún lo sepa:
las ganas de empezar;
las ganas de seguir sin tener ganas;
la terquedad de rebuscar las ganas
a fuerza de quitar ganas al sueño;
las ganas de acabar de tener ganas
de hacer lo que me gusta
para mirar las ganas
con que los otros hacen lo que les da la gana;
la gran facilidad en olvidar lo hecho
tras haber alcanzado lo que me dio la gana
y la mayor facilidad aún
de retomar las ganas ya perdidas
tras los grandes fracasos;
la gran falta de tiempo de hacer todo aquello
de lo que tengo ganas.

9.3.06

Receta para saber si aún vivimos

Tómese una porción de soledad,
de esa buscada sin imposiciones;
mézclese con alguna destemplanza,
de esa que hace desear olvidos;
y una pequeña dosis de esperanza,
de la que aún no incluya la desesperación;
agítese hasta el punto que desborde
en una espuma inquieta
con que frotar los ojos y ver si se humedecen.
La mayoría de las veces falla
y sólo en casos raros se consigue.
Las veces que lo ha hecho no me ha quedado claro
si el secreto consiste en las medidas,
en el modo de revolver la mezcla
o en la ilusión que pones al hacerlo.

7.3.06

El INE nos da por ahí


A nadie le gusta que le den por ahí, sobre todo cuando creíamos que teníamos las manos en el lugar correcto.
Pero resulta que va el INE y nos ataca diciendo que los hombres ganamos un 20% más que las mujeres haciendo lo mismo.
Pues me rebelo. Y que ningún hombre me tache de traidor si dejo a las mujeres las siguientes armas:
- No decir (como W. Szymborska) la última palabra.
- Reivindicar la publicidad de compresas para hombres con almorranas.
- ... y la de salvaeslipes perfumados para todos. (Ya se sabe: “Teorema de Morcillo: La última gota en el calzoncillo")
- Y estos versos de Francisco Castaño:

Dice la ninfa de la grosera
forma del fauno tan sin matiz:
“Tú necesitas la mano entera.
Yo con un dedo me hago feliz”.

5.3.06

A oscuras (casi) y en precario

El mundo se me ha puesto intermitente
en esta alba terrible que usa el viento
para jugar conmigo a cucu tras.
No necesito internet para mirarme
desde esta soledad que me confina
los fines de semana
y uso su ausencia para ver que soy
el mismo que sabía.
Pero esa sensación de verme abandonado
de la ceguera a la mudez inerme
si la electricidad me abofetea
me hace sentirme estúpido a merced
de los iones de litio traicioneros.
Porque uno sabe de su estupidez,
pero no la percibe hasta que no se mira
en la palabra ausente y vive de recuerdos
o impresiones pasadas.
Como mirar estrellas y pensar
que la luz que temblando ahora me llega
me habla solo de mundos que pasaron
a años luz del deseo que formulo.
Esta claro con esto que no me gusto nada,
pero eso de que nadie pueda contradecirme
-lo que estoy en el fondo deseando-
es algo parecido a dejar de sacar pecho
cuando sabes que nadie te va a ver
y descubres de pronto lo que eres
cuando el desodorante te ha dejado.
Y acabo porque el guiño del portátil
me avisa del ridículo que haré
si no guardo los cambios
con que voy poco a poco maquillándome.

2.3.06

De polvos y otras adorables guarrerías

El original del texto con que un tétrico cristianismo quiso amargar los carnavales (como todos los placeres) decía “Eres polvo...”
El que lo cambió por “Del polvo vienes” no sé si pudo prever el éxito a que elevaba la palabra polvo.
Todo aguafiestas acaba teniendo su merecido.
Afortunadamente.

1.3.06

Sueños

Dicen que uno sueña con lo que no tiene y desea.
Hablando de sentidos, sueño:
- Con la mirada de Nicolas Cage a Meg Ryan en “City of Angels” (Sí. Ya sé que es un pastelón, pero ese morbo de un ángel descubriendo los sentidos...)
- Con el tacto de mi recordado “ el ciego Manolo” . Nos conocimos en la facultad y yo le grababa en cinta lecciones de Análisis Matemático y le trazaba en clase los gráficos en la palma de la mano. De él conservo especialmente el recuerdo de su mala leche (a veces con motivo, como cuando me olvidé de cerrarle un paréntesis en una grabación , o cuando le dejé en la parada contraria del autobús), de su ingenua satisfacción cuando veía que yo no era capaz de distinguir los puntos de los caracteres Braille ni de saber si estaba cerrada la puerta del aula con los ojos cerrados y del cabreo que se cogía cuando hablabas por hablar cuando le guiabas (“Los videntes os creéis que los ciegos no sabemos escucharos cuando no habláis”)... Pero ya divago (Podría escribir un libro con todo lo que me enseñó)... Hablaba de tacto. Cuando él hablaba cogiéndome las manos de lo que era recorrer un cuerpo silencioso y entregado para descubrir lo más hondo del mismo se me ponía la carne de gallina, sobre todo porque todo eso lo hacía sin poner un ápice de morbo y sí toneladas de sensibilidad. ¿Os imagináis lo que pueden encontrar en un cuerpo unos dedos capaces de discriminar puntos de 0,15 mm? Si yo fuera mujer o gay me desmayaría de solo pensarlo. Claro que siempre puedo ponerme de protagonista, aun con mis dedos miopes, pero no lo haré porque he prometido en esdeab.blogspot.com castidad literaria por un día por respeto a un poema de Ángel González que cita hoy Manuel H.
Otro día me desquito.